sábado, 28 de noviembre de 2020

Viaje a la Inida (Capítulo 42)

Visita al Taj Mahal

Tal y como quedamos a las cinco de la mañana estaba en la puerta del hostal de las chicas esperándolas. Tras saludarnos, me dijeron que no habían descansado mucho ya que... “Eso de dormir en una cama que no es la tuya...” Una de ellas también se quejó de la que la comida india no la tragaba (nunca mejor dicho). Entre estos comentarios nos dirigimos hacia el Taj Mahal a través de una calle ancha y sin coches. Todavía no había amanecido. En poco minutos habríamos llegado. Rebasamos varios autobuses llenos de gente que estaban parados a los lados del amplio sendero. De repente, caí en la cuenta de que había dejado cargando en el hostel la batería de la cámara de fotos. Volví a por ella corriendo. Quedé con las chicas que nos veríamos más tarde. Después de la carrera, regresé a tiempo para coincidir con ellas en la entrada. Ya habían comprado la entrada, pero tuvieron que acercarse al cloakroom (taquilla) para dejar ciertas cosas que no se podían llevar encima, como, por ejemplo, comida, objetos punzantes, etc (Estaban dejando unos chicles). El día anterior les había comentado, que, según el libro-guía, había que llevar lo mínimo. Por lo visto, no me hicieron mucho caso. Mientras tanto, compré la entrada. En las taquillas regalaban una pequeña botella de agua fría que estaba incluida en el precio. Excepcionalmente pagué con tarjeta, por no sacar más dinero. Ya me quedaban pocos días de viaje.


Ya había cola a esa hora, un grupo de estadounidenses, me pareció. Unos guardias realizaban cacheos minuciosos, abrían bolsos, etc... Y por fin, pude entrar, ni rastro de las chicas. A la derecha un gran portón de piedra roja dejaba entrever el espectacular monumento. Allí estaba el Taj Mahal, aquella maravilla impertérrita, ausente de lo que pasara, majestuosa, como seguramente cualquier otro día, preparada para dar la bienvenida a 15.000 personas. El monumento más visitado del mundo. Por algo será. Vi a los lejos a las chicas en la cola para entrar al mausoleo. “¡Qué prisas!”, pensé y decidí hacer el recorrido a mi aire. Después de acercarme a la edificación, me fui hacia la izquierda, según se entra, desde donde se podía ver perfectamente el amanecer. 


El pequeño sol rojo, poco a poco crecía entre los minaretes del Taj Majal. Todavía pululaba poca gente. Entre ellos, me fijé en una joven pareja de indios. La chica era tan guapa que el novio no dejaba de hacerle fotos, incluso a un palmo de la cara. Le dí la vuelta al monumento y disfruté de las vistas que daban al río Yamuna y al Fort entre la bruma matutina. Una única barca surcaba sus aguas. Hipnotizado y aturdido ante tanta belleza y perfección, entré el mausoleo, que, como si fuera un templo, había que descalzarse. A la entrada, ofrecían gratuitamente unos peucos desechables, para quien no se quisiera ensuciar sus finos pies. Yo no los cogí. Quería sentir bajo mis pies aquellas baldosas de mármol centenarias. En mi opinión, como todas las edificaciones del mismo estilo, por dentro no llamaba tanto la atención. No era por quitarle valor a la construcción con sus materiales de primer nivel, incluso con piedras preciosas, pero atestado de gente le quitaba bastante encanto al lugar. No me acuerdo en qué momento entre la multitud pude distinguir (otra vez) a las chicas camino de la salida. Podría parecer que las buscara con la mirada y mi afilada vista de águila las encontrara, pero una de ellas llevaba los mismos pantalones rojos del día anterior como, así también, la misma camiseta. Supuse que su tren saldría pronto (o no) ¿?. De todas maneras, mi olvido les sirvió para evitar mi compañía.


Hacía ya tres horas desde que había traspasado sus puertas. Tres horas disfrutando de las vistas, de lejos, de cerca, sentado en un banco, paseando por los jardines cercanos. Ya empezaba a tener hambre, cuando vi un cartel que decía Taj Museum. En el estómago todavía llevaba unos dulces que me había comprado el día anterior. Abrían a las 9 y faltaban unos minutos. Junto al museo, en una parte acordonada había una exposición de fotografías de monumentos de la India, que eché un vistazo para hacer tiempo. Los textos que las acompañaban estaban en hindi. Al lado estaban los baños, 5 rupias por entrar. ¿No es algo ridículo después de haber pagado 1000 rupias, unas 15 rupias (un extranjero)? Entré con toda la cara diciendo que no tenía cash. (metálico) y me dejaron pasar. Volví al museo oficial, el cual ya estaba abierto, donde se podían ver dibujos antiguos del Taj Mahal, piedras preciosas utilizadas en su construcción, diversos escritos y retratos en miniatura. Interesante. Con mi curiosidad saciada, me encaminé hacia la salida, donde ya se congregaba mucha más gente y dejé atrás el Taj Mahal. Ya fuera, descubrí que había tres puertas: Este, Oeste y Sur. Había entrado por la del Este. Al alejarme, me topé con un señor avispado que se ofreció a ser mi guía. Un poco tarde.



viernes, 20 de noviembre de 2020

Viaje a la India (Capítulo 41)

 Explorando Agra

Cerca del Fuerte se hallaba una mezquita importante, Jama Masjid. Me pareció más interesante el exterior que el interior arquitectónicamente hablando. Junto a la puerta se apostaba una anciana pidiendo y me indicó que necesitaba unos pantalones largos para entrar. Me dejó su pañuelo que me lo puse a modo de falda. Los zapatos los dejé allí. Por unas alfombrillas mojadas se sucedían los devotos musulmanes, no caminar por ellas significaba quemarte los pies. No había mucho que ver y me fui pronto. Continué mi camino siguiendo el cauce del río. Tenía hambre y era la hora de comer. Necesitaba un sitio con aire acondicionado. Durante el paseo decidí que después de llenar el estómago, el siguiente lugar a visitar sería un templete, llamado popularmente, baby Taj. Pero, antes, dí con un hotel que supuse que tendrían aire acondicionado, ignorando si sería muy caro. Los precios de las diferentes comidas eran aceptables. La decoración del restaurante llamaba la atención: sus paredes estaban cubiertas con carteles de películas indias. Lo que pedí estaba buenísimo. Tras terminar, me encaminé hacia el baby Taj que, gracias a la tecnología, no me costó mucho encontrarlo, al otro lado del río. Lo crucé por un puente. Las aguas del río Yamuna se bañaban unas cuantas vacas que proliferaban por los alrededores. Eran visiblemente más grandes y desde el puente parecían hipopótamos.


Llegué al pequeño mausoleo, rodeado por cuatro puertas de piedra roja y unos jardines. La entrada costaba 200 rupias. Se accedía a través de un camino. Su arquitectura exterior me maravilló. Para entrar había que descalzarse como en cualquier lugar sagrado. También se daba la opción de comprar unos peucos de plástico desechables a quien prefiriera no dejar sus pies al descubierto. Por dentro había perdido parte de su encanto, ya que algunas paredes parecían estucadas y había desaparecido su color original. Al salir, el hombre que vigilaba el calzado, me pidió 10 rupias, aunque no había cogido los peucos y ya había pagado la entrada. Eso mismo le expliqué y me dejó estar. De haberlo sabido habría llevado las zapatillas en la mano.






La siguiente parada fue la visita al Mehetab Bach, un parque frente al Taj Majl, al que para acceder a él el precio eran 200 rupias. Su atractivo eran las vistas que se podían disfrutar del Taj Mahal. Antes de visitarlo, un niño intentó venderme un pequeño Taj Majl dentro de una bola que cuando lo sacudías, nevaba. Le dije que no me gustaba, eran unas exiguas 10 rupias. Se las pagué, pero le dije que se lo quedara. Aunque el río separaba el parque de aquella maravilla universal, parecía que no hubiera distancia y que estuviera más cerca de lo que en realidad estaba. Ese edificio es capaz de ese tipo de hechizo. Hasta de cualquiera, diría yo. Descubrí que a ambos lados del Taj Mahal había dos mausoleos de piedra roja. Resultaba difícil apartar la vista de aquel monumento de ensueño. 



Después de un rato, me pareció distinguir a cierta distancia dentro del parque a una chica pelirroja y a su amiga (morena). Eran las mismas con las que había coincidido en el hostel de Pushkar. No sé si me habían visto. Me acerqué al monumento para hacer más fotos y sólo quedaba irme, pues ya oscurecía y no tardarían en cerrar los jardines. La verdad es que dudé si pasar a su lado y saludar, algo me decía que me habían reconocido y que habían disimulado. No había tanta gente. Fui hacia ellas y les pregunté: “¿quién sigue a quién?” Y entablamos una conversación hasta que fuimos interrumpidos por un niño, mejor decir por su madre y la familia. Le quisieron poner el niño en brazos de la pelirroja para hacerle una foto, en cuanto estuvo con Marta (creo que se llamaba) empezó a llorar. También se acercó un guardia de seguridad, diciéndole a una de las chicas que no se podía fumar. En realidad, tenía un paquete de tabaco de liar en la mano o en el césped. La amenazó con una multa de 5000 rupias, lo que nos pareció un “farol”. El guardia aquél se puso un poco tosco, pero al final se calmó. Finalmente me fui con las chicas comentando nuestras anécdotas por la India. Como se hospedaban en un sitio muy cerca de donde estaba aprovechamos para compartir un tuk. Distaba unos 12 kilómetros. Al llegar, cerca del hostel, tomamos algo y nos fuimos temprano a dormir, pues al día siguiente tocaba madrugar para ir a l Taj Mahal disfrutar del amanecer y evitar las colas. De las chicas me llamó la atención que sólo quisieran visitar de Agra el Taj Majal, porque iban justas de presupuesto (y el parque donde coincidimos, claro). Tendrían unos 30 años (calculé) y al comentarles a que me dedicaba se mostraron muy interesadas en ir a verme. Incluso lo prometieron. Ya estaba acostumbrado a esa absurdas declaraciones que sólo sirven para quedar bien (o no tan bien según se mire).








jueves, 12 de noviembre de 2020

Viaje a la India (Episodio 40)

 Visita al Fort de Agra


Mientras esperaba, vi a un hombre medio tirado en un banco de baldosas pegado a la pared con los ojos salidos de sus órbitas con aspecto cadavérico con una pierna vendada llena de moscas, seguramente gangrenada. Seguía vivo porque su pecho subía y bajaba visiblemente, no había más movimientos corporales. Se me ocurrió abanicarle con mi sombrero para aliviarle de alguna manera. Avisé a los pocos funcionarios que se encontraban detrás de las ventanillas. Por gestos les indicaba que llamaran a una ambulancia, señalando a aquel hombre. Entendí que ya lo habían hecho. Unos jóvenes se acercaron para cerciorarse que todavía estaba vivo, pero no hicieron nada más. Le di un poco de agua que tragaba con la boca medio abierta. Era mi turno y compré los billetes, de los tres que había pensado comprar, me quedó el último, que como tak-tal lo tenía que comprar un día antes. Mientras compraba el billete vi que los mismos hombres de antes sacaban al moribundo fuera del edificio, un minuto después llegó una camioneta blanca, supuse que era una ambulancia. Aparcó unos metros por delante del hombre, pero no pasó nada. Y allí siguió. Cuando acabé de comprar el billete, busqué a un guardia para que viera al hombre. Dí con uno al que le dije: “Hay un hombre que se está muriendo”. En vez de venir o hacerme caso, llamó a un joven que salía de una cafetería cercana y le repetí lo que había dicho al policía. Éste, al verme, me dijo que era un borracho que la noche anterior se había dormido allí. ¿de verdad le parece que está borracho? Le respondí. Creer para ver. Me dijo que llamaría, pero no sé si en realidad lo hizo. Todo el mundo se mostró indiferente ante aquel hombre. Me preguntaba que tanto templo, tanta religión, espiritualidad y al final... ¿qué hacía la gente frente a la agonía de aquel hombre? ¿Se daría a menudo?

El del tuk me enseñó un vídeo que tenía en su móvil: se trataba una joven pareja española que le recomendaban. Le pregunté cuanto costaría ir al hostel. 200 rupias. Me había propuesto estar todo el día juntos, sin embargo, ¿cómo olvidarme de lo que me ocurrió en Delhi el primer día? Podría caer una vez, pero dos no. Insistió. Me preguntó lo que me había costado en otras ciudades. Acepté que me llevara, pero no el día entero.

Cuando llegué, los chicos del albergue estaban limpiando la entrada. A pesar de que la hora de registrarme era más tarde, me lo hicieron al momento, por lo que pude dejar las cosas, ducharme y comer algo en el restaurante que tenían en el sótano. Para un simple sandwich y un café con leche tuve que esperar 20 minutos cuando no había más gente. Les pregunté por la demora. No supo responder. Me tendría que haber ido antes, pensé. El chico se disculpó, prometiéndome que no se volvería a repetir. Y así fue, porque no volví.

Subí a recepción y le pregunté al chico del hostel muy amable qué podría ir a ver, aparte del Taj Mahal, ya que, casualmente era lunes y el primer día de la semana está cerrado. Además, lo mejor era ir temprano al día siguiente para ver el amanecer y tampoco habría tanta gente, según me dijo.

Podía visitar el Fuerte, que estaba justo al lado de la estación de trenes. Algunos tuks ya estaban esperando a la salida. Me había dado cuenta de que en las ciudades más grandes, hay que llevar más cuidado con ellos. Me decidí por uno, acordando un precio razonable, advirtiéndole: nada de tiendas. Cumplió su palabra, pero a las puertas de la fortaleza, me sacó un mapa diciéndome los interesantes lugares que podía ver. Él me acompañaría. Evidentemente le dije que no.

Frente al imponente bastión de piedra rojiza, compré una botella de agua. El precio habitual era de 20 rupias, pero, no sé por qué razón, la vendía a 30 rupias. Me explicó que era el hielo o que estaba fría ¿?. Me intentó vender un recuerdo del Taj Majal. Una pequeña bola con el monumento dentro en miniatura que al agitarla simulaba una nevada. Aquel horror costaba 300 rupias. Se puso algo pesado. Le pregunté si en Agra nevaba alguna vez. Él respondía aclarándome lo que costaba y yo le seguía preguntando... Una conversación de besugos, de la que pronto pude escapar.

Visité el Fort con su soberbia muralla rojiza que la defendía. Sus dos pabellones estaban llenos de pasadizos, mezquitas, patios con columnas y arcos musulmanes. Una parte de la fortaleza daba al río y tras una de sus ventanas. ¡Sorpresa! El Taj Majal, como surgido de un sueño, a lo lejos, pero a la vez, tan cerca. Hice varias fotos, pero no me había traído el objetivo de larga distancia. Había pocos occidentales, la mayoría eran indios y muy jóvenes.

Pillé a dos adolescentes cómo grababan sus nombres en una columna. “¡Si estuvieran en España y les pillan!” Pensé. Les pregunté qué estaban haciendo y dejaron lo que estaban haciendo. Seguí paseando por el simétrico y tranquilo lugar. Una parte del castillo permanecía cerrada. Sólo tenía una entrada, a pesar de lo gigantesco que era. Costaba 500 rupias y 50 de impuestos, ¿? Pregunté a qué se debía, pero no me dieron respuesta.






jueves, 5 de noviembre de 2020

Viaje a la India (Capítulo 39)

 

Partida de Sawai Modhapuhr y llegada a Agra

Al llegar al hostel, el jefe del albergué me invitó muy amable a que me sentara en su despacho y me preguntó que cómo había ido. Faltaba por pagar la cena del día anterior y el desayuno. En total 270 rupias. Le dije que había hablado con su jefe proponiéndome devolverme 200 por las molestias. No lo entendía o lo que era más probable no lo quería comprender. Se lo dejé más claro cuando me pasó la cuenta, restándole 200 rupias, y le pagué las 70 que faltaban. Estuvo de acuerdo. Para mí era algo simbólico, no tanto por el dinero, porque no llegaba a los 3 €, pero cuando uno comete un error se tiene que hacer responsable. Suelo trabajar de cara al público y alguna vez me he equivocado, (somos humanos), lo he asumido compensándolo de alguna manera. En ningún momento, se disculpó ni intentó explicarse. La experiencia me sirvió para ponerme en mi sitio, ser asertivo, incluso en un idioma que no era el mío. Al poco, el señor se fue al mercado, y me pidió que sacara mis cosas del despacho y esperé en el vestíbulo de entrada. De todas maneras, por la mañana el otro compinche del hostal me pidió que hiciera el check out sin un mínimo de consideración, lo que acepté, dejando mi equipaje en el despacho con cierta tensión. Quizá necesitaban la habitación, pero no había visto a nadie más.


Les dije que me avisaran un tuk, que se hizo esperar. Tanto que no apareció y emprendí el camino hacia la estación. Aunque tenía cierta idea por dónde ir, pregunté y seguí una carretera poco iluminada. Ya había anochecido. Cerca de la estación, un tuk se ofreció a llevarme. A buenas horas, pensé... Al llegar, la oficina de reservas ya había cerrado y sólo quedaba cenar y esperar nuevamente. Me dí cuenta de que el cojín de viaje que llevaba y que se podía hacer más pequeño me lo había dejado olvidado en aquella casa. Lo había sacado para tumbarme un rato en el sofá mientras esperaba. Hizo su cometido. Quizá fueron las 200 rupias que no le pagué al hombre. Sea como fuera, mi viaje ya estaba terminando. Tampoco está mal desprenderse de cosas. Por cierto, la almohada de la habitación era un ladrillo en toda regla, y no lo digo por lo pequeño. Ah, y el baño curiosamente no tenía espejo y el papel... Suerte que que me acompañaba uno.

En la estación de Sawai, esperé el tren que me llevaría a mi siguiente destino; a Agra. Llegó prácticamente dos horas tarde, aunque por el camino recuperó una hora. Misterios ferroviarios. El tren era del tipo passenger, que no distinguía entre primera ni segunda clase, por eso (caí en la cuenta) me había costado tan barato. El revisor me ayudó a encontrar mi litera que estaba ocupada y me dormí como un tronco. Desperté temprano sobre las 6 de la mañana. Todo el vagón ya estaba con los ojos abiertos. Llegamos una hora después.


Desayuné en la misma estación de Agra e hice tiempo para ir a la reservacion office, la cual abría una hora más tarde. Como estaba fuera del edificio, me asaltó un tuk de cierta edad al que le conté mis planes. No se dio por vencido y me acompañó a la oficina. Había decidido esperarme pacientemente. Quería comprar los billetes desde Agra y Kajuraho y desde allí arribar a Benarés y de esta última ciudad a Delhi.

El tuk me dijo que la primera combinación no era posible. Por suerte, se equivocó. El problema era que sólo había billetes tak-tal, es decir, que sólo se podían adquirir el mismo día. ¿Por qué? Ni idea.