Visita al Fort de Agra
Mientras esperaba, vi a un hombre medio tirado en un banco de baldosas pegado a la pared con los ojos salidos de sus órbitas con aspecto cadavérico con una pierna vendada llena de moscas, seguramente gangrenada. Seguía vivo porque su pecho subía y bajaba visiblemente, no había más movimientos corporales. Se me ocurrió abanicarle con mi sombrero para aliviarle de alguna manera. Avisé a los pocos funcionarios que se encontraban detrás de las ventanillas. Por gestos les indicaba que llamaran a una ambulancia, señalando a aquel hombre. Entendí que ya lo habían hecho. Unos jóvenes se acercaron para cerciorarse que todavía estaba vivo, pero no hicieron nada más. Le di un poco de agua que tragaba con la boca medio abierta. Era mi turno y compré los billetes, de los tres que había pensado comprar, me quedó el último, que como tak-tal lo tenía que comprar un día antes. Mientras compraba el billete vi que los mismos hombres de antes sacaban al moribundo fuera del edificio, un minuto después llegó una camioneta blanca, supuse que era una ambulancia. Aparcó unos metros por delante del hombre, pero no pasó nada. Y allí siguió. Cuando acabé de comprar el billete, busqué a un guardia para que viera al hombre. Dí con uno al que le dije: “Hay un hombre que se está muriendo”. En vez de venir o hacerme caso, llamó a un joven que salía de una cafetería cercana y le repetí lo que había dicho al policía. Éste, al verme, me dijo que era un borracho que la noche anterior se había dormido allí. ¿de verdad le parece que está borracho? Le respondí. Creer para ver. Me dijo que llamaría, pero no sé si en realidad lo hizo. Todo el mundo se mostró indiferente ante aquel hombre. Me preguntaba que tanto templo, tanta religión, espiritualidad y al final... ¿qué hacía la gente frente a la agonía de aquel hombre? ¿Se daría a menudo?
El del tuk me enseñó un vídeo que tenía en su móvil: se trataba una joven pareja española que le recomendaban. Le pregunté cuanto costaría ir al hostel. 200 rupias. Me había propuesto estar todo el día juntos, sin embargo, ¿cómo olvidarme de lo que me ocurrió en Delhi el primer día? Podría caer una vez, pero dos no. Insistió. Me preguntó lo que me había costado en otras ciudades. Acepté que me llevara, pero no el día entero.
Cuando llegué, los chicos del albergue estaban limpiando la entrada. A pesar de que la hora de registrarme era más tarde, me lo hicieron al momento, por lo que pude dejar las cosas, ducharme y comer algo en el restaurante que tenían en el sótano. Para un simple sandwich y un café con leche tuve que esperar 20 minutos cuando no había más gente. Les pregunté por la demora. No supo responder. Me tendría que haber ido antes, pensé. El chico se disculpó, prometiéndome que no se volvería a repetir. Y así fue, porque no volví.
Subí a recepción y le pregunté al chico del hostel muy amable qué podría ir a ver, aparte del Taj Mahal, ya que, casualmente era lunes y el primer día de la semana está cerrado. Además, lo mejor era ir temprano al día siguiente para ver el amanecer y tampoco habría tanta gente, según me dijo.
Podía visitar el Fuerte, que estaba justo al lado de la estación de trenes. Algunos tuks ya estaban esperando a la salida. Me había dado cuenta de que en las ciudades más grandes, hay que llevar más cuidado con ellos. Me decidí por uno, acordando un precio razonable, advirtiéndole: nada de tiendas. Cumplió su palabra, pero a las puertas de la fortaleza, me sacó un mapa diciéndome los interesantes lugares que podía ver. Él me acompañaría. Evidentemente le dije que no.
Frente al imponente bastión de piedra rojiza, compré una botella de agua. El precio habitual era de 20 rupias, pero, no sé por qué razón, la vendía a 30 rupias. Me explicó que era el hielo o que estaba fría ¿?. Me intentó vender un recuerdo del Taj Majal. Una pequeña bola con el monumento dentro en miniatura que al agitarla simulaba una nevada. Aquel horror costaba 300 rupias. Se puso algo pesado. Le pregunté si en Agra nevaba alguna vez. Él respondía aclarándome lo que costaba y yo le seguía preguntando... Una conversación de besugos, de la que pronto pude escapar.
Visité el Fort con su soberbia muralla rojiza que la defendía. Sus dos pabellones estaban llenos de pasadizos, mezquitas, patios con columnas y arcos musulmanes. Una parte de la fortaleza daba al río y tras una de sus ventanas. ¡Sorpresa! El Taj Majal, como surgido de un sueño, a lo lejos, pero a la vez, tan cerca. Hice varias fotos, pero no me había traído el objetivo de larga distancia. Había pocos occidentales, la mayoría eran indios y muy jóvenes.
Pillé a dos adolescentes cómo grababan sus nombres en una columna. “¡Si estuvieran en España y les pillan!” Pensé. Les pregunté qué estaban haciendo y dejaron lo que estaban haciendo. Seguí paseando por el simétrico y tranquilo lugar. Una parte del castillo permanecía cerrada. Sólo tenía una entrada, a pesar de lo gigantesco que era. Costaba 500 rupias y 50 de impuestos, ¿? Pregunté a qué se debía, pero no me dieron respuesta.
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