lunes, 28 de diciembre de 2020

Viaje a la india (Capítulo 46)


En la estación de Kajuraho (teatro improvisado)

Después de comer, nos quedamos un rato en el restaurante enseñándole fotos del viaje a la chica, vídeos y hablándole de mi trabajo. Para alargar la estancia pedí un chai y me eché un poco. Los asientos eran alargados sofás pero sin respaldo. Como almohada me sirvió la funda de la cámara de fotos.

Ya no hacía tanto calor y acordamos dar una vuelta por los alrededores, rodeando un lago cercano, la chica descubrió que se hallaba un antiguo templo y allá que nos dirigimos. Gran parte del lago estaba invadido de grandes hojas de nenúfares y se podía bajar hasta sus aguas través de unos escalones. Algunos chicos se estaban bañando en ellas, aunque no invitaban mucho a ello. Llegamos al templo que estaba en ruinas. Una valla lo custodiaba y dentro del cercado un guardia estaba tumbado en un especie de carreta cubierta. Casi no sabía inglés ¿Se podía visitar? Pues sí. Sólo se conservaban enormes piedras de forma cuadrada, con algún muro de lo que pudo haber sido en su día una sucesión de altares. Regresamos tranquilamente adonde habíamos quedado con el tuk por la mañana. Antes de llegar nos topamos con un hombre, amigo del tuk, que ya nos estaba esperando. Nos dijo que su amigo había tenido un problema (se le había mojado el móvil en casa) y que él le sustituiría. Si era verdad o no, sólo él lo sabría. Nos trasladó como si hubiera sido el “titular” por el precio pactado hasta la estación. Allí recuperamos nuestros equipajes entre una turba ingente que se arremolinaba en torno a las taquillas para comprar billetes como si se acabara el mundo.

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Los amigos chinos se fueron pronto a Agra y a mí me quedaban unas cuantas horas de espera. Aproveché para continuar con el diario, pues no me quedaba mucho para terminar los libros que me había traído. Todo hacía pensar que sería una tarde tranquila. Pero, los indios son muy curiosos, tampoco todos, porque todos son muchos, pero ante un viajero y solo les llama la atención. Como de costumbre era el único forastero en la estación y poco a poco se fueron acercando como animales hambrientos olisqueando algo. Se sentaron a mi lado como quien no quiere la cosa. Al principio, uno de ellos, de ojos saltones, me empezó a hacer gestos para que le comprara un chai o algo de comer. Era padre de familia con dos niños. Dando ejemplo de lo que hay que hacer cuando se ve a un forastero. Me trajo al pequeño a ver si me daba pena. Sin embargo, iba bien vestido, con una camisa nueva y unos pantalones que no hacían pensar que fuera alguien que no trabajara. Además, sus manos eran toscas y duras. Poco a poco se fue desarrollando una conversación de besugos, pues no hablaba inglés. Uno de sus hijos sí que lo entendía y se acercaron algunas personas más. Me costaba comprender sus gesticulaciones. Me había visto sacar las cámara de fotos para hacer unas instantáneas a la luna, que estaba soberbia. Quería que fotografiara a una paloma que estaba escondida en el techo de la estación. De vez en cuando volvía a pedirme un chai. Al espontáneo espectáculo se sumó un niño que tendría 11o 12 años que sabía inglés, que me traducía lo que yo le decía. La situación era muy teatral, pues no sé por qué motivo se negaba a hablar en hindi, quería comunicarse como fuera a base de gestos, que, en ocasiones eran desconcertantes, abriendo más los ojos, por si no los tenia ya bastante salidos de sus órbitas. Poco a poco se acercó más gente e hizo un corro. Bromeando les pedí algo de dinero por el show. El niño traductor se lo pasaba en grande y también algún adulto, entre ellos, la madre del artista (no la mía). Me pidió un bolígrafo que llevaba y se lo dí, pero nada de chais ni comida, aunque se pusiera pesado. Yo como si fuera un indio sioux le decía: “Tu trabajar, bien vestido, ganar dinero, pagar tus cosas”. En esta extraña escena, se sentó a mi vera otro hombre, que se había arrimado antes a mis pies junto al banco, como si fuera un perro fiel. Tampoco tenía aspecto de pasar hambre. Le pregunté si era el abogado del otro, pues le apoyaba en lo que intentaba decirme. Descubrí que eran hermanos. Me indicaban mis brazos y mis piernas. ¿Os gustan? Les pregunté. A pesar de los 40 grados que podía hacer, llevaban camisas de manga larga y pantalones hasta los tobillos.


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Como suele suceder muchas veces, la obra teatral fue decayendo y el público empezó a abandonar el lugar. Mientras el hermano quería mi número de móvil para cuando fuera a España. Quería acompañarme. “¿Y tu mujer lo sabe?” Le pregunté. Además tenía tres hijos. Su idea era vivir conmigo. Total, que había ligado (otra vez). En fin, ya me había cansado y me alejé unos metros y volví al diario. La madre de los humoristas se había fijado en la botella metalizada que llevaba ajustada a la mochila junto a la esterilla y se la regalé. La mujer se fue tan contenta por el tesoro conseguido. Tenía otra más pequeña.


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La improvisación no sé lo qué había durado, pero ya había anochecido y tenía ganas de cenar. Me había sobrado algo de comida, pero quería acompañarlo con una samosa. Sin embargo, cuando fui al único puesto de comida que había en la estación, no quedaban.

Llegó el tren a la vía dos y los pasajeros tuvimos que cruzar las vías. Ya dentro, conocí a una pareja de jóvenes indios que me bombardearon a preguntas. Hubo tantas que alguna era original: ¿Te has encontrado con gente de tu país? ¿Por qué viajas solo? ¿Podrías viajar en grupo con gente que conoces? A los diez minutos ya me había solicitud mi amistad por facebook. Me pidieron que les cambiara el sitio, para estar más juntos. Tan cerca se tumbaron que compartían la misma litera hasta que vino el revisor y les llamó la atención. No tardé en dormirme de un tirón hasta las 7 de la mañana. Al despertar, noté que había más gente en el compartimento. Faltaban unas horas todavía para llegar y me volví a dormir.

lunes, 21 de diciembre de 2020

Viaje a la india (Capítulo 45)

 Llegada a Kajuraho

Para ir a la estación de trenes debía ir en tuk y negocié la tarifa, a pesar de que ignoraba que estuviera tan lejos. Había que ir a una distinta terminal, como había más trecho, le pagué lo que me había pedido en principio. Como llegué con tiempo suficiente, tuve que hacer tiempo, durante el cual me encontré con Ahmed, un joven estudiante de Bophal, con el que estuve charlando hasta que su tren llegó. Poco mas tarde llegó el mío. El próximo destino era Kajuraho.

Durante el trayecto, no dormí bien, incluso pasé frío por el aire acondicionado, aunque tenía una manta. El tren arribó pasadas las 6 de la mañana, antes de lo previsto. Un día era suficiente para visitar el pequeño pueblo. Por la noche cogería un tren hacia Varanasi (Benarés). Para ir más ligero, decidí dejar el equipaje en el depósito. Por suerte, estaba abierto. Pero antes desayuné algo allí mismo, donde había poco donde elegir. Un pequeño puesto que ofrecían chai y galletas. Volví a las taquillas, que, en realidad también, servían como guardamaletas.

Al llegar, se me adelantaron una pareja de chinos, que no sólo querían deja una mochila, sino también comprar los billetes para ir a Agra esa misma tarde. Mientras esperamos la chica los compró por internet y, poco después, dejamos las cosas.



Al salir de la estación, un tuk me empezó a atosigar ¡Qué impaciencia! No había otra opción porque hasta el pueblo había 5 kilómetros. Tras negociar el precio, les propuse a la pareja oriental (que estaban cerca) que podíamos ir juntos y así pagar menos. El tuk nos intentó vender un tour por los templos que había a las afueras, al Sur. La pareja se declararon como estudiantes, (sinónimo de ser pobres), aunque después la chica me contó que, en realidad, trabajaba. Durante el camino, estuve hablando con ella porque él no tenía ni “pa-pa” de inglés. Me llamó la atención que ella era la que llevaba el dinero y pagaba, vamos, la voz cantante. Decidí pasar el día juntos y, aunque no hablamos mucho, estuve cómodo y la compañía me resultó agradable. Y así, visitamos los templos llamados del Oeste (500 rupias para extranjeros, 30 rupias para nacionales) que se aglutinaban en un recinto ajardinado. Tranquilamente descubrimos las esculturas tan sensuales y explícitas que atraen a los viajeros. Pero, debo admitir que sin ellas, también los templos merecen la pena, todo sea dicho. Templos con más de mil años de historia. Como cualquier lugar sagrado había que quitarse el calzado para entrar. La pareja china, muy prácticos, me dio una bolsa de plástico para meter las zapatillas y llevarlas en la mano, pues de un templo a otro había cierta distancia y era pesado calzarse y descalzarse cada vez. Como era temprano y el sol no abrasaba, pude ir de uno a otro descalzo durante toda la visita. 

Quedaba por acercarse al pueblo que se encontraba a poca distancia. Una antigua aldea con templos similares, pero más pequeños y peor conservados, según el libro-guía. Durante el recorrido nos acompañó y guió un chico llamado Vicky (como el amigo del tuk de Agra, por cierto). Le pregunté si lo hacía por dinero. Había que dejar las cosas claras desde el principio. Me contestó que no. Tuve que tranquilizar a la pareja oriental, pues los sentí algo inquietos. El guía se dirigía a mí en todo momento, contándome curiosidades de su pueblo y por las callejuelas que íbamos serpenteando. La pareja oriental nos seguía sin interés por lo que Vicky decía. Llegamos a la escuela de la aldea. Nos abrió sus puertas y nos explicó cómo funcionaba a base de voluntarios. Tenían su aula con máquinas de coser, imprescindibles o muy importantes, sobre todo, para las niñas. Nos presentó al director de la escuela. Gafas de sol, anillos dorados en las manos y muy entusiasta. Orgulloso de su escuela nos acabó llevando a su despacho para sentarnos y enseñarnos fotos, donaciones y una página web holandesa que gestionaba la escuela. La escuela estaba vacía. No sé qué día era de la semana. Estaba claro que quería que contribuyéramos económicamente. Yo hice mi aportación convencido de que era una buena acción; podría servir para uniformes, todos iguales para luchar contra el sistema de castas, el cual todavía sigue vigente. Y si fue un timo, pues allá ellos con su karma. Los chicos se mostraron mudos y cuando se les preguntó que querían donar, me adelanté antes de que abrieran la boca, diciendo: “Son estudiantes”. El hombre se dio por satisfecho y salimos del pueblo dirección a las afueras. Vicky me siguió acompañando y descubriéndome que sabía palabras en varios idiomas, incluso en chino. Le pensé en invitar y le pregunté qué le apetecía o si quería dinero. Había estado una hora con nosotros. No quería dinero , sino... ¡un diccionario! Una sorpresa de lo más agradable. Hindi-english. Fuimos a una librería cercana. El vendedor nos sacó dos voluminosos y pesados libros, uno plastificado y el otro no. Me enseño el precio que estaba en las primeras páginas y se lo compré. Me confesó que lo compartiría con su amigo que también nos había seguido en la sombra. Nos despedimos intercambiando números de teléfono y algún selfie. Después de aquello, la pareja oriental y yo nos fuimos a comer a un restaurante, bastante moderno para lo que era el pueblo, estaba abierto, pero permanecía a oscuras. Era barato, pedimos y durante la espera los chicos estuvieron apegados a sus móviles. Al acabar, aún quedaban tres horas para reencontrarnos con el tuk que nos había traído hasta el pueblo. Decidimos hacer tiempo allí hasta que el calor no fuera tan sofocante y dar un paseo.


domingo, 13 de diciembre de 2020

Viaje a la India (Capítulo 44)

En un bazar callejero en Agra

Nada más bajarme del tuk vi una heladería y con el calor que hacía fui directa a uno. Segundos después una joven y hermosa india con un churumbel en sus brazos y otro niño a su lado, me pidió un helado. Le expliqué que eso no era comida, que le podría comprar algo de comer, pero no un helado. Me entendió perfectamente, pues me guió a un puesto de comida cercano y al dependiente le pedí dos platos de comida llenos de verduras para ella y sus hijos. Le pregunté si quería también “pani” (agua, había aprendido algunas palabras básicas en hindi) a lo que asintió. Nadie me volvió a pedir. Paseé por una de las calles principales del zoco con una ancha acera y dos hombres sucesivamente me siguieron para meterme en sus tiendas, lo que no consiguieron. Giré por una de sus calles y me perdí por otras, unas más animadas y otras casi vacías hasta que llegué a una plaza, donde se podía oír una estridente música que provenía de una de sus estrechas callejuelas. Me acerqué. Trompetas, bombos y platillos. Todos iban vestidos elegantemente con colores la mar de llamativos. Los músicos tocaban delante de una casa con una puerta abierta de par en par. Les pedí permiso para grabar y hacer alguna que otra foto. No se opusieron, aunque un músico quería dinero. Le contesté que un profesional nunca debería pedir dinero (mientras toca, claro). Lo que está claro es que no les da vergüenza pedir dinero. Si ya me lo habían hecho niños bien vestidos, cómo no los adultos.







En un momento dado, los músicos pararon de tocar y sentí que mi presencia no era muy bien vista y me fui. Di una gran vuelta y, al final, no sabía donde estaba, la tecnología me salvó de llegar a tiempo adonde había quedado con el tuk. De regreso, un anciano me ofreció, (como otros anteriormente, pero con menos canas), subir en su, digamos, bicitaxi humano, una bicicleta enganchada a un carro. El hombre insistió tanto que le intenté explicar que lo que hacía era inhumano y que no me subiría, aunque entiendo que era su manera de ganarse el pan.

Poco después, fui testigo de un accidente. Iba pegado al arcén por una calle, que no tenía acera y, a mis espaldas, escuché un golpe. Una moto se había caído de lado, parece ser que había ido al suelo al esquivar un coche o el coche a la moto.

El coche era un taxi, del cual salió su conductor visiblemente enfadado, a pesar de que a su vehículo no le había pasado nada. Ayudé a levantar la moto y le pregunté a su piloto si estaba bien. “Sin problemas”, me dijo. Casualmente hacía días me preguntaba cómo no había visto un accidente. Es un milagro. Además, casi nadie de los conductores de las motos lleva casco y, en ocasiones, van subidas tres personas y familias de hasta cuatro miembros.

Llegué al lugar donde había quedado con el tuk y le quise invitar a un chai, pero hizo una contra oferta difícil de rechazar. Conocía un sitio donde vendían cerveza barata, un store, es decir, un almacén donde, como otras cosas, era más barata si la compraba un nacional que un extranjero. Paramos en frente de aquel lugar en un pequeño descampado junto a un taller mecánico. Y en compañía de unas cervezas nos contamos nuestras vidas. Le invité a una y pagamos otra a medias. Al principio me dijo que no estaba casado, lo que me extrañó, para confesar después que tenía cinco hijos. Me preguntó por la vida en España. Bebimos dentro del tuk, pues a la policía no le gustaba ver gente que bebiera a plena vista.

Me presentó a su amigo, el mecánico. Mientras tanto anochecía. Yo tenía que volver al hostel y él con su familia. Durante el camino, noté que le había subido el alcohol, pero llegamos bien. Me pregunté cómo le recibirían en su casa. Por cierto, me confesó que no estaba enamorado de su mujer, y que guapa, guapa no era, pero hizo caso a su familia, aconsejándole que era lo que le convenía. Me llevó al hostel y nos despedimos.

Allí uno de los jóvenes empleados, después de enseñarme unos vídeo con el móvil, me dijo que me invitaba a un chai si subía a la terraza. Y así lo hice. Allí coincidí con los compañeros de la habitación, dos mexicanos y una argentina. También un chico holandés que lo había visto charlando con los otros en mi habitación, pero que no dormía con nosotros. Las chicas estaban bailando canciones actuales de fondo a gran volumen. El chico holandés me reconoció y me invitó a sentarme con él. Después de comentarnos nuestros avatares en la India, me habló de un proyecto que tenía en mente, mitad ONG, mitad hostal enfocada a niños, aunque sabía ni donde ubicarla ni cuando. De momento, prefería adquirir experiencia y seguir aprendiendo. Tenía dudas porque estaba enamorado. ¡Ay, el amor! Se hizo la hora de marchar deseándole lo mejor. Me cayó bastante bien.




sábado, 5 de diciembre de 2020

Viaje a la India (Capítulo 43)

Visita al parque Taj

Tras visitar el Taj Mahal, me dirigí hacia una calle flanqueada de las inevitables tiendas de souvenirs que se combinaban con modestos sitios para tomar algo, hoteles y comercios locales. Paré en uno para desayunar. Volví hacia al hostel sin saber muy bien adonde ir después. ¿Qué podía mejorar aquello? ¿Después de admirar tal belleza? El paseo se convirtió en un “bombardeo” de tuks, por un lado y vendedores, por otros. Unos con el objetivo de llevarme a algún sitio y los otros que les comprara algún producto que ofrecían. Más de una vez, se mostraron muy pesados.


A mano izquierda vi un cartel que anunciaba un pequeño parque llamado simplemente Taj con animales en libertad (sobre todo pájaros). Entrar costaba 100 rupias, algo razonable. De todas maneras, le pregunté al vigilante de la puerta cómo era el parque, si era grande, etc. Me comentó que tenía un lago y se podían disfrutar de unas vistas panorámicas del Taj Maha. Finalmente accedí. Aquel paraje tenía más o menos vegetación, según los tramos, y un primitivo camino empedrado que se bifurcaba en otros que subían y bajaban por pequeñas colinas. 


Me adentré en el parque que era mayores dimensiones de lo que pensaba. Llegué hasta el citado lago y pude ver una vez más el Taj Mahal de lejos. Aquel lugar era idóneo para jóvenes parejas que buscaban intimidad, lejos del ajetreo y del gentío de la ciudad. Daba igual que hiciera un sol de justicia y que fuera mediodía. Me tumbé a la sombra de un árbol, intenté dormir un poco. La noche anterior no había dormido mucho por el obligado madrugón, pero no lo conseguí. A unos 30 metros más o menos, había una joven pareja de indios heterosexual. Al reanudar mi camino, pasé cerca de ellos y el chico me invitó a quedarme con ellos para hablar un rato. Acepté. Él le estaba dando clases de inglés a ella, que era su novia. El chico contaba con 27 años y ella 20 e iba vestida con el tradicional sari. Y empezaron a confesarse. Pronto el tema de la conversación devino hacia un tema trascendente, por lo menos, para él: el matrimonio. Él quería casarse y ella no lo tenía tan claro o su familia, lo que le inquietaba. Me pidió que que le diera mi opinión. También me preguntó cosas de España, que a veces le entendía y otras me costaba seguirle. Después de unos minutos, terminé la charla de manera amistosa, deseándoles lo mejor y me alejé. ¿Qué decirles de sus dudas matrimoniales? Eran tan jóvenes... Unos polluelos.


De camino a la salida, me fui topando con más parejas. Ya en la puerta del parque, le comenté al portero mi satisfacción por la visita. Reemprendí la marcha hacia el hostel. A los pocos metros me fijé en un cartel que ponía que se alquilaban bicicletas. Pensé que estaría bien pillar una porque Agra tiene un recinto con más monumentos, pero bastante alejados, (Siwandra). Alquilar una bicicleta costaba 150 rupias, bastante asequible, no tan rápido como un tuk, pero más barato, sano y menos contaminante.

Pero, hacía mucho calor y debería pedalear después de comer. De camino al hostel me lo seguí pensando. Finalmente rechacé la idea. Tras llenar el estómago, descansé un poco y miré que podía visitar o cómo podía ir allí sin bici en transporte público. Había que ir a la estación de autobuses y desde allí subir a uno dirección Matura. Un tuk esperaba en el hostel y le dije que quería ir a la estación de autobuses. Uno de ellos me explicó que para llegar allí tardaría mucho. Negocié la carrera por 300 rupias y arrancó. No iba muy rápido y tras 5 minutos paró. Me dijo que le estaba esperando su hermano (me lo debería creer). He de decir que fue el mismo que me había llevado al Fort el día anterior por un buen precio. Me comentó que lo más sensato era elegir otro destino. “¿Por qué no el Sada Bazar?” me planteó. Estaba más cerca y me ofrecía 200 rupias con espera incluida. No estaba mal. No es que me atrajera mucho porque no pensaba comprar nada y podía ser asediado por infinidad de vendedores, pero podía ser una buena oportunidad para ver la vida cotidiana de Agra. Y allí que nos fuimos.

No me arrepentí. El bazar aglutinaba unas cuantas calles llenas de tiendas locales, en la que se podía ver algún que otro turista, pero era un mercado local. Tampoco la zona era muy grande y acordé con el tuk un punto de reencuentro una hora después.