En un bazar callejero en Agra
Nada más bajarme del tuk vi una heladería y con el calor que hacía fui directa a uno. Segundos después una joven y hermosa india con un churumbel en sus brazos y otro niño a su lado, me pidió un helado. Le expliqué que eso no era comida, que le podría comprar algo de comer, pero no un helado. Me entendió perfectamente, pues me guió a un puesto de comida cercano y al dependiente le pedí dos platos de comida llenos de verduras para ella y sus hijos. Le pregunté si quería también “pani” (agua, había aprendido algunas palabras básicas en hindi) a lo que asintió. Nadie me volvió a pedir. Paseé por una de las calles principales del zoco con una ancha acera y dos hombres sucesivamente me siguieron para meterme en sus tiendas, lo que no consiguieron. Giré por una de sus calles y me perdí por otras, unas más animadas y otras casi vacías hasta que llegué a una plaza, donde se podía oír una estridente música que provenía de una de sus estrechas callejuelas. Me acerqué. Trompetas, bombos y platillos. Todos iban vestidos elegantemente con colores la mar de llamativos. Los músicos tocaban delante de una casa con una puerta abierta de par en par. Les pedí permiso para grabar y hacer alguna que otra foto. No se opusieron, aunque un músico quería dinero. Le contesté que un profesional nunca debería pedir dinero (mientras toca, claro). Lo que está claro es que no les da vergüenza pedir dinero. Si ya me lo habían hecho niños bien vestidos, cómo no los adultos.
En un momento dado, los músicos pararon de tocar y sentí que mi presencia no era muy bien vista y me fui. Di una gran vuelta y, al final, no sabía donde estaba, la tecnología me salvó de llegar a tiempo adonde había quedado con el tuk. De regreso, un anciano me ofreció, (como otros anteriormente, pero con menos canas), subir en su, digamos, bicitaxi humano, una bicicleta enganchada a un carro. El hombre insistió tanto que le intenté explicar que lo que hacía era inhumano y que no me subiría, aunque entiendo que era su manera de ganarse el pan.
Poco después, fui testigo de un accidente. Iba pegado al arcén por una calle, que no tenía acera y, a mis espaldas, escuché un golpe. Una moto se había caído de lado, parece ser que había ido al suelo al esquivar un coche o el coche a la moto.
El coche era un taxi, del cual salió su conductor visiblemente enfadado, a pesar de que a su vehículo no le había pasado nada. Ayudé a levantar la moto y le pregunté a su piloto si estaba bien. “Sin problemas”, me dijo. Casualmente hacía días me preguntaba cómo no había visto un accidente. Es un milagro. Además, casi nadie de los conductores de las motos lleva casco y, en ocasiones, van subidas tres personas y familias de hasta cuatro miembros.
Llegué al lugar donde había quedado con el tuk y le quise invitar a un chai, pero hizo una contra oferta difícil de rechazar. Conocía un sitio donde vendían cerveza barata, un store, es decir, un almacén donde, como otras cosas, era más barata si la compraba un nacional que un extranjero. Paramos en frente de aquel lugar en un pequeño descampado junto a un taller mecánico. Y en compañía de unas cervezas nos contamos nuestras vidas. Le invité a una y pagamos otra a medias. Al principio me dijo que no estaba casado, lo que me extrañó, para confesar después que tenía cinco hijos. Me preguntó por la vida en España. Bebimos dentro del tuk, pues a la policía no le gustaba ver gente que bebiera a plena vista.
Me presentó a su amigo, el mecánico. Mientras tanto anochecía. Yo tenía que volver al hostel y él con su familia. Durante el camino, noté que le había subido el alcohol, pero llegamos bien. Me pregunté cómo le recibirían en su casa. Por cierto, me confesó que no estaba enamorado de su mujer, y que guapa, guapa no era, pero hizo caso a su familia, aconsejándole que era lo que le convenía. Me llevó al hostel y nos despedimos.
Allí uno de los jóvenes empleados, después de enseñarme unos vídeo con el móvil, me dijo que me invitaba a un chai si subía a la terraza. Y así lo hice. Allí coincidí con los compañeros de la habitación, dos mexicanos y una argentina. También un chico holandés que lo había visto charlando con los otros en mi habitación, pero que no dormía con nosotros. Las chicas estaban bailando canciones actuales de fondo a gran volumen. El chico holandés me reconoció y me invitó a sentarme con él. Después de comentarnos nuestros avatares en la India, me habló de un proyecto que tenía en mente, mitad ONG, mitad hostal enfocada a niños, aunque sabía ni donde ubicarla ni cuando. De momento, prefería adquirir experiencia y seguir aprendiendo. Tenía dudas porque estaba enamorado. ¡Ay, el amor! Se hizo la hora de marchar deseándole lo mejor. Me cayó bastante bien.
me gusta mucho tu narracion, aunque no he ido, es una de mis metas, gracias
ResponderEliminarMuchas gracias! Ánimo! Espero que puedas ir pronto a la India. Un saludo!
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