domingo, 21 de marzo de 2021

Viaje a la India (Capítulo 50 y último)

 

De vuelta a Delhi y a España

Cuando llegué a la estación, el tren ya estaba en la vía cuatro y me encaminé hacia allí. Aunque no estaban funcionando los ventiladores ya había una familia dentro en el mismo compartimento. El abuelo, la madre, la tía, un adolescente (tío de los dos niños que completaba la prole). Estos niños me llamaron la atención porque iban rapados al cero, cual pequeños Budas. Imaginé que sería una tradición hindú como así lo confirmé al investigar un poco. Esta creencia se basa en pensar que de esa manera los bebés ya no tendrán la mala suerte que acumularon sus ancestros. Lo que estaba claro es que su afeitado no les había librado de su llantina y berreos, menos mal que por la noche se durmieron rápido.


Minutos antes de “zarpar”, en el pasillo me volví a reencontrar con la pareja de chicos españoles que había coincidido en la oficina de reservas. Casualmente teníamos asientos consecutivos. Venían con el tiempo justo porque se habían equivocado de estación. Llegaron más familias con sus maletas (en la que una de ellas podía portar un cadáver tranquilamente, que la tuvieron que colocar en medio del compartimento) y más niños. Me recordó inevitablemente a la famosa escena del camarote de los hermanos Marx. “¡Más madera! ¡Más madera!” La India en estado puro. Con los chicos españoles hablé lo justo y necesario, pues preferían hablar entre ellos, suerte que hablábamos el mismo idioma. También teníamos otra cosa en común; iban escribiendo un diario, eso sí, a medias, porque en pareja, ya se sabe, parece que hay que compartir todo. (Es ironía). 

Les pregunté por su viaje y me contaron que llevaban cuatro meses viajando por Indonesia, Laos, Camboya, Vietnam, etc. Durante la charla hicieron hincapié en una de las cosas que les molestaba de India es que mucha gente les pidiera dinero. “¡Vaya sorpresa!” pensé, como si me confesaran que en verano hace calor y en invierno frío. Se justificaban comentando que ellos no eran millonarios ni se consideraban los salvadores capitalistas que habían venido de Europa. ¡Ay, éstos polluelos! Además lo afirmaban con cierta energía incluso con un deje de desprecio y superioridad. Evidentemente un “pobre español” puede viajar cuatro meses por el mundo sin trabajar. Para viajar en un tren normal y corriente no les sobraría el dinero, eso estaba claro. Tampoco me parecieron hijos de papá, pero no sé de qué ambiente familiar, cultural vendrían. Es posible que fueran demasiado jóvenes para pensar de una manera crítica y no tan simplona. Pobres sí que eran, pero de espíritu. Los “compañeros” cántabros se fueron pronto a dormir. Allá cada cual con su conciencia. No recuerdo que me preguntaran que pensaba, hice algún gesto de extrañeza, contestándoles lo contrario no iba a ganar nada ni yo era quien para reprocharles nada porque lo que conseguiría era que se pusieran más a la defensiva, a fin de cuentas también terminaban su viaje. Me pregunté si saldría yo en su diario.

A la mañana siguiente llegó el tren a su destino y me despedí de la pareja “pobre española” brevemente. Espero que llegaran a sus casas bien y, de paso, valoren lo que tienen.

La siguiente etapa fue coger el moderno metro hasta el aeropuerto, y aproveché para comer y beber algo, justo en el momento que se anunciaba por megafonía que estaba prohibido. Dos indios clavaron su mirada asesina en mí. ¿Por qué no se podía comer?


Tras los inevitables ratos de espera, los vuelos fueron más o menos puntuales, y todo siguió su curso previsto. En el primer vuelo hasta Londres, me dormí poco después de despegar y en el segundo, lo único reseñable fue que me tocó al lado un matrimonio de españoles, cuya mujer no dejaba de describir cualquier redundante evidencia... “queda una hora... hace frío... estamos llegando....” y tonterías por el estilo. Vuelta a la mediocridad.






Breve epílogo

8 de mayo de 2018, Barcelona

Han pasado unos días desde que llegué y todavía tengo en la cabeza el viaje a la India, haciéndome varias preguntas. Salió todo bien ¿Qué había aprendido? ¿Mi curiosidad estaba saciada? ¿Qué había pasado en el mundo en ese mes? Había estado totalmente desconectado del mundo exterior, pero no de los lugares de la India donde estuve; sus gentes, sus lugares, sus costumbres... ¿Cuándo acaba un viaje? ¿Cuándo se llega al destino? ¿Cuándo se sale del país en cuestión? Al día siguiente día de la llegada, me puse enfermo, demasiadas veces al baño. Cuando lo comenté con gente conocida, me dijeron que podía ser normal. ¿El cambio de aires?



lunes, 18 de enero de 2021

Viaje a la India (Capítulo 49)

Una tarde descubriendo Benarés

La primera parada del tour fue un templo que estaba en los jardines de la Universidad hindú de la ciudad, cuyas facultades, de estilo colonial, se extendían durante un buen trecho. El recinto sagrado en realidad era una copia de otro llamado exactamente igual, el Templo de Vishwanath, al que sólo podían acceder hindúes, situado a orillas del Ganges, en los ghats más El que visité en grupo se le conocía como el New Vishwanath Temple (templo nuevo de Vishwanat) o templo Birla, en recuerdo a la familia empresarial que lo levantó.


Consistía en un pequeño altar al que los devotos ofrecían ofrendas, también dinero, y un sacerdote recogía la recaudación. Estaba dedicado a Shiva y a su mujer Parvat. Al salir nos topamos con la estatua de una vaca blanca descansando. La costumbre (o superstición según se mire) marcaba rodearla por la izquierda y pedirle un deseo a su oreja derecha. Eso sí, un sacerdote que estaba a su vera, tras pagarle te ponía el tercer ojo y una pulsera (de protección). Como la fe no debería costar dinero y no hace falta pedir deseos a una vaca esculpida, los recordé mentalmente por mi propia cuenta. (1)


El segundo templo que visitamos fue Sankat Mochan HanumanTemple, dedicado al dios Hanuman (El dios mono), que, según la tradición había rescatado a la mujer de Shiva del secuestro del enemigo en la isla de Sri Lanka). Los martes y los jueves eran los días señalados para que los fieles demostraran su fervor religioso a base de ofrendas, dulces guardados en cajitas. Para conseguirlos no hacía falta ir muy lejos, a la entrada había un negocio, supongo que a buen precio. Como el anterior arquitectónicamente hablando no despertaba gran interés. Había sido construido en el siglo XVIII y posteriormente había sido pintado con un “discreto” color naranja, sobre todo, las columnas. (1)


Allí el guía nos comentó la gran creencia de los hindúes por la astrologías, aspecto que desconocía y que me llamó la atención. Al marcharnos, nos encontramos con algún mono que deambulaba por los jardines, del cual el guía nos avisó que tuviéramos cuidado, pues solían robar cosas que les llamaban la atención, sobre todo, comida, claro.

El recorrido incluía un último lugar sagrado. El de Durga. Uno de los más conocidos de la ciudad, también como el de los monos, aunque no vi muchos. Estaba dedicado a la reencarnación, cuyo día de culto era los viernes. En esta ocasión estaba pintado de un rojo intenso, y lo anecdótico es que estaba bastante encharcado pues lo estaban limpiando a manguerazos. Como, para entrar había que descalzarse, también me quité los calcetines. (1)


Llegamos al hostel a media tarde, perfecto para ir a la estación de trenes, el tuk que me había traído el primer día ya me estaba esperando en la puerta. La verdad es que como había conocido a tantos no me acordaba de su cara. Aún me quedaba por hacer algo importante: imprimir las tarjetas de embarque de los vuelos, lo que me pedí que me lo hicieran en el albergue y no hubo ningún problema. A continuación, fui a por mis cosas que estaban en la habitación de Ángela, ya que había dejado la habitación por la mañana para realizar el check-out. Me despedí de la gente del hostel y de Ángela y me dirigí a la estación.

El tráfico era mortal y el chófer del tuk no tenía mucha prisa en llegar, es más, paró en una fuente tranquilamente para saciar su sed. Afortunadamente tenía tiempo de sobra antes de que partiera el último tren. Me recordó que en las grandes urbes indias en las que había estado la prisa era algo habitual entre sus habitantes. Durante ese momento de pausa, un niño aprovechó para acercar con un único globo en la mano que vendía por 10 rupias, que le dí, pero rechacé el globo.

Tras aquel receso, le dije bromeando al chófer entre risas: “al aeropuerto...” Enseguida cambié de destino: la estación de trenes. Durante el recorrido le había comentado al tuk aquel tren me llevaría a Delhi y desde la capital ya volvía a España.

Al llegar, sabiendo lo que le había contado, me pidió un regalo, “no pierden ocasión” pensé. Le quise dar un bolígrafo, pero muy diplomático y sincero me dijo que no era estudiante. Como tonto no era (ni yo tampoco) se había fijado en mis gafas de sol que llevaba en el bolsillo de la camisa. Al final, le di dos bolígrafos para sus hijos (que seguro que les haría ilusión).


(1) Tras reescribir el texto, no recuerdo por qué no conservo fotos de estos lugares; quizá porque no estaba permitido o me quedé sin batería de la cámara por un descuido. Tampoco le daría mucha importancia en su momento porque no se me ocurrió elaborar el blog-diario. En su lugar he “robado” alguna foto fácilmente localizables en la red.





domingo, 10 de enero de 2021

Viaje a la India (Capítulo 48)

Un amanecer surcando el Ganges en Benarés

Al día siguiente, al amanecer a la hora convenida, ya estaba preparado para surcar las aguas del Ganges, a la incursión fluvial también se había apuntado la mujer “española” (pero en realidad era argentina). De Buenos Aires, cincuenta y pico años con un peinado juvenil y gafas.

Nos pasamos el paseo hablando e intentando descifrar lo que decía nuestro guía y capitán de barco (a motor). La amiga argentina, Ángela, sabía menos inglés que yo y ambos nos esforzamos por entenderle. .

Mientras comentábamos las anécdotas de nuestros respectivos viajes, por ejemplo, la gran cantidad de fotos que habíamos hecho, pudimos disfrutar del Ganges en calma, la tranquilidad del lugar bajo un disco rojo. Yo estaba expectante por ver los crematorios. Después de un rato llegamos a él. Se amontonaban pilas y pilas de leña bastante ordenadas. Había tres niveles según el terreno. En la parte inferior se incineraban los más pobres (las castas inferiores), según nos contó el barquero, y en el nivel más elevado los más ricos. Parece ser que para que te quemen, después de morir, claro, hay que pagar 10.000 rupias, que no es poco. Es el único lugar de la India en el que las cremaciones funcionan 24 horas al día, vamos siempre están de guardia. El guía nos comentó otros detalles como que el cadáver tardaba cuatro horas en reducirse a cenizas y si una parte no se quemaba la tiraban al río. (No vi nada desde la barca). Nos quedamos algo más apostados frente a aquel lugar, al que no se podían hacer fotos por respeto de los finados, (aunque me lo comentó un poco tarde). Ángela no dejaba de hablar y hablar y no prestaba mucha atención al proceso que teníamos ante nuestros ojos. Empezaron a preparar un par de hogueras para dos muertos que acababan de llevar envueltos en bolsas herméticas, de color claro y opacas. Tras unos minutos, regresamos al hostel. El proceso llevaba su tiempo, por lo menos, aquel y no llegamos a ver cómo encendían las brasas. Otros cadáveres próximos humeaban débilmente. El estómago ya me estaba avisando de que necesitaba provisiones. Llegamos sobre las 8, pero hasta media hora más tarde no prepararían el desayuno, por lo que decidimos preguntar en un guest house vecino si nos darían de desayunar y tuvimos suerte. No había cogido dinero, por lo que quise pasar antes por la habitación, pero me invitó Ángela y se lo pagué después, aunque no me dejó que abonara todo.




 

Al volver al hostel volvimos a degustar el ágape matutino que ofrecía el hostel (ya que estaba incluido en el precio) y así pasé parte de la mañana. Me quedaba dar una vuelta para comprar algún recuerdo. Pensé en unos chales, pero tampoco quería pasar mucho tiempo mirando tiendas. Había unas cuantas cercanas al hostel. Entré en una y regateé el precio a un joven al que le compré dos y en otra tienda compré otro. Me quedaba comprar algo de incienso (el de verdad), en Pushkar había encontrado unos buenos puñados muy baratos por 50 rupias. Aquí se había multiplicado su precio por tres. Continué por una calle principal, aunque era estrecha y sinuosa que daba al ghat de las ceremonias y se abría a una gran plaza con puestos de comida. Me dirigí hacia una avenida con innumerables vehículos y comercios de seda. De vuelta al hostel me atosigaron unos cuantos vendedores que, desde las puertas de sus tiendas, me tentaban para entrar en sus comercios. Seguí a uno por curiosidad, con la firme intención de no comprar nada y curiosear. Salí después de echar una ojeada y en otro lugar, compré el incienso que estaba buscando a un precio razonable.

Ya en el albergue, encontré a Ángela y comimos juntos. Por la tarde había decidido contratar el tour que organizaban donde se visitaban los tres templos más importantes de la ciudad. El problema era que no admitían tarjeta bancaria y no tenía suficiente dinero en metálico. No me apetecía cambiar más dinero. Se lo comenté a Ángela me prestó parte del coste y yo puse el resto. Creía que el tour eran 300 rupias, que fue el precio definitivo, pero quería cobrarme 480 rupias, no sé por qué. Durante la comida pedí un plato para llevar (que sería la cena) que pagué con la tarjeta de crédito. No me pensaba gastar mucho más.

A la excursión fuimos seis personas, incluido el chófer, una pareja de canadienses, (el chico sólamente para él ya necesitaba un tuk de lo enorme que era y su chica, una rubia guapísima y más menuda), Ángela, el guía y yo.







lunes, 4 de enero de 2021

Viaje a la India (Capítulo 47)

 

Llegada a Benarés

La hora prevista para llegar a Benarés era a las 11 de la mañana, pero estuvimos parados un buen rato y hasta mediodía no pisé la ciudad santa. Curiosamente la pareja que había conocido en el viaje, bajaron antes que yo y ni siquiera se despidieron. No había desayunado, pero tampoco tenía mucha hambre.          

Ya en la estación, me abordó un anciano con un turbante y me lanzó la palabra mágica, tuk, tuk. Contraataqué con mi “hechizo”; breakfast and reservation office. El anciano me siguió. En la cafetería me sirvieron un chai y con él en la mano, el anciano me guió a la oficina de reservar billetes para comprar mi último billete a Delhi. Era una sala elegante con sofás y sillones de cuero, destinada sólo a turistas, (alguno había). La mujer encargada de atendernos me dijo fríamente que me sentara. Todavía llevaba el chai en la mano y por su mirada juraría que no le hizo gracia. Llegó mi turno, pero la mujer insistió en que terminara el chai y obedecí. Cuando acabé me acerqué a la mesa, entonces me indicó que le tocaba a una pareja. Me miraron estupefactos, pero no se atrevieron a decirle que yo estaba antes. “Señor, dame paciencia”, pensé. Rellené el conocido papelito y, aunque me equivoqué en un apartado, tuve que reescribirlo. Me imaginé que no era el mejor día para ella. Elegí el trayecto de 700 rupias y salí creyendo que el anciano me seguría esperando, pero no. Le tendría que buscar yo. También es verdad que caí en la cuenta que podía ser un gancho porque tan mayor no sé si podría conducir. De repente lo vi hacia mí y fui a su encuentro. Era el enlace o gancho, me pidió 300 rupias. Como me pareció algo desproporcionado, quedamos en 220, aunque después le dí algo más. Nos pusimos de acuerdo que me llevaría a la estación al día siguiente.

El hostel estaba muy cerca del río sagrado, el Ganges, tras registrarme, me duché, hice la colada y comí algo en la terraza. Me informaron que organizaban tres tours, uno de ellos por el Ganges de 2 horas por 300 rupias. Sonaba interesante, pero ¡ojo! A las 5,30 de la mañana! Me quedé pensando hasta que por la tarde decidí reservarlo. Tras echarme la siesta (más que nunca sagrada) ¡En la gloria! ¿qué hacer por la tarde? Decidí ir a los ghats (estrechas escaleras que daban al Ganges) para ver ceremonias o cremaciones (no sé muy bien donde las hacían). Lo primero sí que lo encontré fácilmente, tras serpentear calles estrechas, sinuosas en las que se sucedían pequeñas tiendas, modestos templos, vacas, motos, pero sin aglomeraciones.


En aquel momento comenzaban dos ceremonias una al lado de la otra, aunque me quedé cerca de una, me fui a la otra, ya que la podía ver mejor. Desde allí saqué unas fotos y algún video. El ritual duró una hora y me apreció algo repetitiva, se acompañaba con música de fondo, campanas y una sucesión de objetos que aireaban como plumeros, lámparas de fuego y abanicos. Al terminar, me di una vuelta por los alrededores y me volví al hostel. A lo lejos había visto unas fogatas, los crematorios humanos, pensé que me podría acercarme, pero quizá los viera mejor en la excursión del día siguiente al amanecer. Cené en la terraza del hostel, donde había una mujer estaba cenando con un grupo de ¿norteamericanos? Por su reconocible inglés pensé que era española. Al llegar a la habitación, no estaba solo, había una pareja. Cada uno en su cama y la chica en ropa interior y una toalla le tapaba de cintura para abajo. No tardé en dormirme.


lunes, 28 de diciembre de 2020

Viaje a la india (Capítulo 46)


En la estación de Kajuraho (teatro improvisado)

Después de comer, nos quedamos un rato en el restaurante enseñándole fotos del viaje a la chica, vídeos y hablándole de mi trabajo. Para alargar la estancia pedí un chai y me eché un poco. Los asientos eran alargados sofás pero sin respaldo. Como almohada me sirvió la funda de la cámara de fotos.

Ya no hacía tanto calor y acordamos dar una vuelta por los alrededores, rodeando un lago cercano, la chica descubrió que se hallaba un antiguo templo y allá que nos dirigimos. Gran parte del lago estaba invadido de grandes hojas de nenúfares y se podía bajar hasta sus aguas través de unos escalones. Algunos chicos se estaban bañando en ellas, aunque no invitaban mucho a ello. Llegamos al templo que estaba en ruinas. Una valla lo custodiaba y dentro del cercado un guardia estaba tumbado en un especie de carreta cubierta. Casi no sabía inglés ¿Se podía visitar? Pues sí. Sólo se conservaban enormes piedras de forma cuadrada, con algún muro de lo que pudo haber sido en su día una sucesión de altares. Regresamos tranquilamente adonde habíamos quedado con el tuk por la mañana. Antes de llegar nos topamos con un hombre, amigo del tuk, que ya nos estaba esperando. Nos dijo que su amigo había tenido un problema (se le había mojado el móvil en casa) y que él le sustituiría. Si era verdad o no, sólo él lo sabría. Nos trasladó como si hubiera sido el “titular” por el precio pactado hasta la estación. Allí recuperamos nuestros equipajes entre una turba ingente que se arremolinaba en torno a las taquillas para comprar billetes como si se acabara el mundo.

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Los amigos chinos se fueron pronto a Agra y a mí me quedaban unas cuantas horas de espera. Aproveché para continuar con el diario, pues no me quedaba mucho para terminar los libros que me había traído. Todo hacía pensar que sería una tarde tranquila. Pero, los indios son muy curiosos, tampoco todos, porque todos son muchos, pero ante un viajero y solo les llama la atención. Como de costumbre era el único forastero en la estación y poco a poco se fueron acercando como animales hambrientos olisqueando algo. Se sentaron a mi lado como quien no quiere la cosa. Al principio, uno de ellos, de ojos saltones, me empezó a hacer gestos para que le comprara un chai o algo de comer. Era padre de familia con dos niños. Dando ejemplo de lo que hay que hacer cuando se ve a un forastero. Me trajo al pequeño a ver si me daba pena. Sin embargo, iba bien vestido, con una camisa nueva y unos pantalones que no hacían pensar que fuera alguien que no trabajara. Además, sus manos eran toscas y duras. Poco a poco se fue desarrollando una conversación de besugos, pues no hablaba inglés. Uno de sus hijos sí que lo entendía y se acercaron algunas personas más. Me costaba comprender sus gesticulaciones. Me había visto sacar las cámara de fotos para hacer unas instantáneas a la luna, que estaba soberbia. Quería que fotografiara a una paloma que estaba escondida en el techo de la estación. De vez en cuando volvía a pedirme un chai. Al espontáneo espectáculo se sumó un niño que tendría 11o 12 años que sabía inglés, que me traducía lo que yo le decía. La situación era muy teatral, pues no sé por qué motivo se negaba a hablar en hindi, quería comunicarse como fuera a base de gestos, que, en ocasiones eran desconcertantes, abriendo más los ojos, por si no los tenia ya bastante salidos de sus órbitas. Poco a poco se acercó más gente e hizo un corro. Bromeando les pedí algo de dinero por el show. El niño traductor se lo pasaba en grande y también algún adulto, entre ellos, la madre del artista (no la mía). Me pidió un bolígrafo que llevaba y se lo dí, pero nada de chais ni comida, aunque se pusiera pesado. Yo como si fuera un indio sioux le decía: “Tu trabajar, bien vestido, ganar dinero, pagar tus cosas”. En esta extraña escena, se sentó a mi vera otro hombre, que se había arrimado antes a mis pies junto al banco, como si fuera un perro fiel. Tampoco tenía aspecto de pasar hambre. Le pregunté si era el abogado del otro, pues le apoyaba en lo que intentaba decirme. Descubrí que eran hermanos. Me indicaban mis brazos y mis piernas. ¿Os gustan? Les pregunté. A pesar de los 40 grados que podía hacer, llevaban camisas de manga larga y pantalones hasta los tobillos.


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Como suele suceder muchas veces, la obra teatral fue decayendo y el público empezó a abandonar el lugar. Mientras el hermano quería mi número de móvil para cuando fuera a España. Quería acompañarme. “¿Y tu mujer lo sabe?” Le pregunté. Además tenía tres hijos. Su idea era vivir conmigo. Total, que había ligado (otra vez). En fin, ya me había cansado y me alejé unos metros y volví al diario. La madre de los humoristas se había fijado en la botella metalizada que llevaba ajustada a la mochila junto a la esterilla y se la regalé. La mujer se fue tan contenta por el tesoro conseguido. Tenía otra más pequeña.


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La improvisación no sé lo qué había durado, pero ya había anochecido y tenía ganas de cenar. Me había sobrado algo de comida, pero quería acompañarlo con una samosa. Sin embargo, cuando fui al único puesto de comida que había en la estación, no quedaban.

Llegó el tren a la vía dos y los pasajeros tuvimos que cruzar las vías. Ya dentro, conocí a una pareja de jóvenes indios que me bombardearon a preguntas. Hubo tantas que alguna era original: ¿Te has encontrado con gente de tu país? ¿Por qué viajas solo? ¿Podrías viajar en grupo con gente que conoces? A los diez minutos ya me había solicitud mi amistad por facebook. Me pidieron que les cambiara el sitio, para estar más juntos. Tan cerca se tumbaron que compartían la misma litera hasta que vino el revisor y les llamó la atención. No tardé en dormirme de un tirón hasta las 7 de la mañana. Al despertar, noté que había más gente en el compartimento. Faltaban unas horas todavía para llegar y me volví a dormir.

lunes, 21 de diciembre de 2020

Viaje a la india (Capítulo 45)

 Llegada a Kajuraho

Para ir a la estación de trenes debía ir en tuk y negocié la tarifa, a pesar de que ignoraba que estuviera tan lejos. Había que ir a una distinta terminal, como había más trecho, le pagué lo que me había pedido en principio. Como llegué con tiempo suficiente, tuve que hacer tiempo, durante el cual me encontré con Ahmed, un joven estudiante de Bophal, con el que estuve charlando hasta que su tren llegó. Poco mas tarde llegó el mío. El próximo destino era Kajuraho.

Durante el trayecto, no dormí bien, incluso pasé frío por el aire acondicionado, aunque tenía una manta. El tren arribó pasadas las 6 de la mañana, antes de lo previsto. Un día era suficiente para visitar el pequeño pueblo. Por la noche cogería un tren hacia Varanasi (Benarés). Para ir más ligero, decidí dejar el equipaje en el depósito. Por suerte, estaba abierto. Pero antes desayuné algo allí mismo, donde había poco donde elegir. Un pequeño puesto que ofrecían chai y galletas. Volví a las taquillas, que, en realidad también, servían como guardamaletas.

Al llegar, se me adelantaron una pareja de chinos, que no sólo querían deja una mochila, sino también comprar los billetes para ir a Agra esa misma tarde. Mientras esperamos la chica los compró por internet y, poco después, dejamos las cosas.



Al salir de la estación, un tuk me empezó a atosigar ¡Qué impaciencia! No había otra opción porque hasta el pueblo había 5 kilómetros. Tras negociar el precio, les propuse a la pareja oriental (que estaban cerca) que podíamos ir juntos y así pagar menos. El tuk nos intentó vender un tour por los templos que había a las afueras, al Sur. La pareja se declararon como estudiantes, (sinónimo de ser pobres), aunque después la chica me contó que, en realidad, trabajaba. Durante el camino, estuve hablando con ella porque él no tenía ni “pa-pa” de inglés. Me llamó la atención que ella era la que llevaba el dinero y pagaba, vamos, la voz cantante. Decidí pasar el día juntos y, aunque no hablamos mucho, estuve cómodo y la compañía me resultó agradable. Y así, visitamos los templos llamados del Oeste (500 rupias para extranjeros, 30 rupias para nacionales) que se aglutinaban en un recinto ajardinado. Tranquilamente descubrimos las esculturas tan sensuales y explícitas que atraen a los viajeros. Pero, debo admitir que sin ellas, también los templos merecen la pena, todo sea dicho. Templos con más de mil años de historia. Como cualquier lugar sagrado había que quitarse el calzado para entrar. La pareja china, muy prácticos, me dio una bolsa de plástico para meter las zapatillas y llevarlas en la mano, pues de un templo a otro había cierta distancia y era pesado calzarse y descalzarse cada vez. Como era temprano y el sol no abrasaba, pude ir de uno a otro descalzo durante toda la visita. 

Quedaba por acercarse al pueblo que se encontraba a poca distancia. Una antigua aldea con templos similares, pero más pequeños y peor conservados, según el libro-guía. Durante el recorrido nos acompañó y guió un chico llamado Vicky (como el amigo del tuk de Agra, por cierto). Le pregunté si lo hacía por dinero. Había que dejar las cosas claras desde el principio. Me contestó que no. Tuve que tranquilizar a la pareja oriental, pues los sentí algo inquietos. El guía se dirigía a mí en todo momento, contándome curiosidades de su pueblo y por las callejuelas que íbamos serpenteando. La pareja oriental nos seguía sin interés por lo que Vicky decía. Llegamos a la escuela de la aldea. Nos abrió sus puertas y nos explicó cómo funcionaba a base de voluntarios. Tenían su aula con máquinas de coser, imprescindibles o muy importantes, sobre todo, para las niñas. Nos presentó al director de la escuela. Gafas de sol, anillos dorados en las manos y muy entusiasta. Orgulloso de su escuela nos acabó llevando a su despacho para sentarnos y enseñarnos fotos, donaciones y una página web holandesa que gestionaba la escuela. La escuela estaba vacía. No sé qué día era de la semana. Estaba claro que quería que contribuyéramos económicamente. Yo hice mi aportación convencido de que era una buena acción; podría servir para uniformes, todos iguales para luchar contra el sistema de castas, el cual todavía sigue vigente. Y si fue un timo, pues allá ellos con su karma. Los chicos se mostraron mudos y cuando se les preguntó que querían donar, me adelanté antes de que abrieran la boca, diciendo: “Son estudiantes”. El hombre se dio por satisfecho y salimos del pueblo dirección a las afueras. Vicky me siguió acompañando y descubriéndome que sabía palabras en varios idiomas, incluso en chino. Le pensé en invitar y le pregunté qué le apetecía o si quería dinero. Había estado una hora con nosotros. No quería dinero , sino... ¡un diccionario! Una sorpresa de lo más agradable. Hindi-english. Fuimos a una librería cercana. El vendedor nos sacó dos voluminosos y pesados libros, uno plastificado y el otro no. Me enseño el precio que estaba en las primeras páginas y se lo compré. Me confesó que lo compartiría con su amigo que también nos había seguido en la sombra. Nos despedimos intercambiando números de teléfono y algún selfie. Después de aquello, la pareja oriental y yo nos fuimos a comer a un restaurante, bastante moderno para lo que era el pueblo, estaba abierto, pero permanecía a oscuras. Era barato, pedimos y durante la espera los chicos estuvieron apegados a sus móviles. Al acabar, aún quedaban tres horas para reencontrarnos con el tuk que nos había traído hasta el pueblo. Decidimos hacer tiempo allí hasta que el calor no fuera tan sofocante y dar un paseo.


domingo, 13 de diciembre de 2020

Viaje a la India (Capítulo 44)

En un bazar callejero en Agra

Nada más bajarme del tuk vi una heladería y con el calor que hacía fui directa a uno. Segundos después una joven y hermosa india con un churumbel en sus brazos y otro niño a su lado, me pidió un helado. Le expliqué que eso no era comida, que le podría comprar algo de comer, pero no un helado. Me entendió perfectamente, pues me guió a un puesto de comida cercano y al dependiente le pedí dos platos de comida llenos de verduras para ella y sus hijos. Le pregunté si quería también “pani” (agua, había aprendido algunas palabras básicas en hindi) a lo que asintió. Nadie me volvió a pedir. Paseé por una de las calles principales del zoco con una ancha acera y dos hombres sucesivamente me siguieron para meterme en sus tiendas, lo que no consiguieron. Giré por una de sus calles y me perdí por otras, unas más animadas y otras casi vacías hasta que llegué a una plaza, donde se podía oír una estridente música que provenía de una de sus estrechas callejuelas. Me acerqué. Trompetas, bombos y platillos. Todos iban vestidos elegantemente con colores la mar de llamativos. Los músicos tocaban delante de una casa con una puerta abierta de par en par. Les pedí permiso para grabar y hacer alguna que otra foto. No se opusieron, aunque un músico quería dinero. Le contesté que un profesional nunca debería pedir dinero (mientras toca, claro). Lo que está claro es que no les da vergüenza pedir dinero. Si ya me lo habían hecho niños bien vestidos, cómo no los adultos.







En un momento dado, los músicos pararon de tocar y sentí que mi presencia no era muy bien vista y me fui. Di una gran vuelta y, al final, no sabía donde estaba, la tecnología me salvó de llegar a tiempo adonde había quedado con el tuk. De regreso, un anciano me ofreció, (como otros anteriormente, pero con menos canas), subir en su, digamos, bicitaxi humano, una bicicleta enganchada a un carro. El hombre insistió tanto que le intenté explicar que lo que hacía era inhumano y que no me subiría, aunque entiendo que era su manera de ganarse el pan.

Poco después, fui testigo de un accidente. Iba pegado al arcén por una calle, que no tenía acera y, a mis espaldas, escuché un golpe. Una moto se había caído de lado, parece ser que había ido al suelo al esquivar un coche o el coche a la moto.

El coche era un taxi, del cual salió su conductor visiblemente enfadado, a pesar de que a su vehículo no le había pasado nada. Ayudé a levantar la moto y le pregunté a su piloto si estaba bien. “Sin problemas”, me dijo. Casualmente hacía días me preguntaba cómo no había visto un accidente. Es un milagro. Además, casi nadie de los conductores de las motos lleva casco y, en ocasiones, van subidas tres personas y familias de hasta cuatro miembros.

Llegué al lugar donde había quedado con el tuk y le quise invitar a un chai, pero hizo una contra oferta difícil de rechazar. Conocía un sitio donde vendían cerveza barata, un store, es decir, un almacén donde, como otras cosas, era más barata si la compraba un nacional que un extranjero. Paramos en frente de aquel lugar en un pequeño descampado junto a un taller mecánico. Y en compañía de unas cervezas nos contamos nuestras vidas. Le invité a una y pagamos otra a medias. Al principio me dijo que no estaba casado, lo que me extrañó, para confesar después que tenía cinco hijos. Me preguntó por la vida en España. Bebimos dentro del tuk, pues a la policía no le gustaba ver gente que bebiera a plena vista.

Me presentó a su amigo, el mecánico. Mientras tanto anochecía. Yo tenía que volver al hostel y él con su familia. Durante el camino, noté que le había subido el alcohol, pero llegamos bien. Me pregunté cómo le recibirían en su casa. Por cierto, me confesó que no estaba enamorado de su mujer, y que guapa, guapa no era, pero hizo caso a su familia, aconsejándole que era lo que le convenía. Me llevó al hostel y nos despedimos.

Allí uno de los jóvenes empleados, después de enseñarme unos vídeo con el móvil, me dijo que me invitaba a un chai si subía a la terraza. Y así lo hice. Allí coincidí con los compañeros de la habitación, dos mexicanos y una argentina. También un chico holandés que lo había visto charlando con los otros en mi habitación, pero que no dormía con nosotros. Las chicas estaban bailando canciones actuales de fondo a gran volumen. El chico holandés me reconoció y me invitó a sentarme con él. Después de comentarnos nuestros avatares en la India, me habló de un proyecto que tenía en mente, mitad ONG, mitad hostal enfocada a niños, aunque sabía ni donde ubicarla ni cuando. De momento, prefería adquirir experiencia y seguir aprendiendo. Tenía dudas porque estaba enamorado. ¡Ay, el amor! Se hizo la hora de marchar deseándole lo mejor. Me cayó bastante bien.