martes, 30 de junio de 2020

Viaje a la India (Episodio 19)

Llegada a Jodpuhr y visita al Fort Megarath

El tren llegó a Jodpuhr con algunos minutos de adelanto, y al salir de la estación me esperaban unos cuantos tuks para llevarme al hostel. En esta ocasión, (menos mal!) el albergue ya era más conocido y dimos sin problemas sin emoción. De hecho, Jodpuhr es una ciudad mucho más turística que Bikaner. En la recepción no había nadie, parece que era costumbre. Toqué una campanilla hasta dos veces hasta que se presentó alguien. El hostel estaba bastante bien y céntrico. Me duché, me conecté al wi-fi y cené en la terraza con unas vistas espectaculares al fort Megaraht. Allí había un empleado del hostel que estaba viendo un partido de cricket, deporte nacional, en la TV. Me ofreció para cenar unas tortillas con tostadas y ¡una cerveza! que completé lo que llevaba de comida. No le pregunté el precio, aun sabiendo que no sería barata, pero la ocasión y el sitio lo merecía.



Al día siguiente, como de costumbre, me desperté antes de que sonara el despertador, pasadas las 7, aunque me quedé en la cama un rato. Y hasta las 8,30 h (cuando empezaban a servir el desayuno) hice un poco de yoga, meditación y el habitual aseo personal. Tras el desayuno, el sol calentaba con fuerza y con la mochila preparada me encaminé a visitar el impresionante Fort Mehrangarh, un castillo de piedra rojiza. La joya más preciada de Jodpuhr, sin duda alguna. Antes de dejar el hostel, le dije al chico de recepción si conocía un sitio donde cambiar dinero. Llamó por teléfono y a continuación me preguntó lo que quería cambiar (esto creo que ya me lo había preguntado antes). El cambio estaba a 79,5 rupias igual a 1 €. Como no tenía tanto dinero para darme, se fue un momento para volver al instante. Aún me quedaba suficiente para uno o dos días más, pero, por si acaso, decidí solucionarlo antes. Más tranquilo por este tema, me encaminé a la fortaleza por caminos angostos, donde se sucedían callejuelas llenas de tiendas con otras con casas humildes. Ninguna indicación, y en ese laberinto desistí del GPS del móvil.
Me topé con unos niños con uniforme de algún colegio privado que me preguntaron adónde iba y me orientaron. Cuando nos despedimos, uno de ellos me pidió unas rupias, lo cual me desconcertó. Les pregunté que si no tenían clase (eras las 11 de la mañana) y me respondieron que ya habían acabado. ¿? Evidentemente no les dí nada. En primer lugar, porque no lo necesitaban, y en segundo lugar, me dio la sensación que les habían enseñado a pedir por cualquier cosa a un turista foráneo y no por necesidad.


Las rampas que conducían al Fuerte prometían ver algo grandioso. No es de extrañar que su nombre significase majestuoso. Pasadas las puertas de la fortaleza había una cafetería, donde me tomé un té. Una ardilla (o un animal parecido) se acercó a una mesa cercana, donde hablaba una pareja joven de turistas y me entretuve haciendo fotos al simpático animal.
La entrada costaba 700 rupias con audioguía y cámara incluida (pues habitualmente se paga un canon aparte). Unos 9 €., pero para los locales el precio era tres veces menor. La voz de la audioguía para mi sorpresa tenía un perfecto castellano de... ¡Argentina! Cuando los marajás del lugar hacían sus declaraciones grabadas, el español que se hablaba era propio de Burgos, es decir, sin acento alguno.


La fortaleza había sido construida en el siglo XV por el fundador de la ciudad el rao Jodha, del cual tomó su nombre y hasta principios del siglo XX vivieron en él los majarajás. La visita se dividía en un total de 33 paradas, atravesando patios, diversas salas, unas mas lujosamente decoradas que otras, en las que se podían ver desde palanquines, sillas para montar elefantes, armas, etc.


Desde el castillo a lo lejos se podía ver un pequeño templo hindú, Jaswant Thada, conocido como pequeño Taj, que recordaba, salvando las distancias, al Taj Mahal por su mármol blanco. Y hacia allí fui. Estaría a poco más un kilómetro, con lo que se podía ir andando, pero eran pasadas la una del mediodía y hacía un sol de justicia. Decidí coger un tuk compartido. Antes de entrar al templo, había una cafetería, donde aproveché para comer algo. Había que pagar un precio simbólico para acceder al recinto que rodeaba el templo, el cual estaba al lado de un lago y a su derecha un coqueto jardín, desde el cual se podía disfrutar de unas vistas perfectas de la fortaleza. Después de visitar el templo sin mucho detenimiento, no tenía demasiado interés, me tumbé en el césped de los jardines para descansar un rato e hice algunas fotos. 



jueves, 25 de junio de 2020

Viaje a la India (Episodio 18)


Un paseo por Bikaner                                                                                 15 de abril de 2018

De buena mañana, tras los habituales ejercicios de yoga, finalmente acabé de hacer el check-in con el señor del hostel. Se tomaba su tiempo (desayunado tranquilamente frente al ordenador) y el ordenador le iba a la zaga porque iba lento, lento... No me pidió el pasaporte, cosa que me extrañó ni me hizo el carné necesario para ser cliente de la cadena de hostels. Pagué, desayuné y me fui camino de la estación con la intención de dejar el equipaje en un cloak-room (la sala con taquillas). Me costó lo suyo encontrarla porque, en realidad, había dos estaciones separadas por los andenes. Parece ser que una era la principal. Tras varias preguntar varias veces, dí con el sitio, donde no sólo se podían guardar maletas y equipajes, sino también mercancías. Tras la ventanilla un funcionario, que, aunque tenía una pantalla de ordenador delante de sus ojos, prefería apuntar los albaranes o resguardos a mano, como toda la vida.
Un chico llegó antes que llegó e hizo el trámite necesario rellenando unas hojas con sus datos y el número (importante) mientras yo entrenaba mi paciencia. Pero, al llegar, oh, sorpresa, el candado que corría de mi cuenta era demasiado pequeño. Sólo había 4 taquillas y todas del mismo tamaño. Le comenté al funcionario que no podría guardar mis cosas y me respondió que a dos minutos de allí había una tienda que los vendían. Lo encontré en el segundo establecimiento que visité. Pude comprar un candado más propio de la época medieval. ¿Cuánto tiempo podía estar allí la mochila? Hasta las 22 h, por 40 rupias. Volvería antes.




Con mucho menos peso, aproveché la mañana para pasear por el casco antiguo de la ciudad. Descubrí sus puertas monumentales, sus típicos havelis, casas características del Rajastán, recuerdo de prósperos tiempos de ricos comerciantes, construidas con la típica piedra roja del lugar, con ventanas finalmente talladas, lo que daba como resultado unas fachadas formidables. La pena era que muchas estaban en un estado lamentable porque sufrían un abandonado evidente, aunque en las entradas había una placa señalando que era un edificio protegido por las autoridades. La old city (casco histórico) de Bikaner también era un laberinto de calles estrechas, donde se acumulaba la suciedad, olía mal y doblando cualquier esquina te topabas con alguna vaca. Aparte de los havelis, uno de los atractivos de la ciudad eran dos templos jainistas. Antes hice una parada en un puesto de dulces para comprar agua y un pastel con sabor a pimiento, que no estaba mal. El jainismo es otra de las religiones que convive en la India, cuyos seguidores no veneran a ningún Dios, sino a 26 profetas. Lo que llama la atención es su no-violencia a ningún ser vivo, lo que les obliga a ir con una escobilla siempre para apartar cualquier animalito que pueda ser pisado accidentalmente, por lo cual tampoco comen carne. Sus templos finamente y bellamente tallados en mármol dejan impresionados a cualquiera. De ahí que quisiera ver los que pudiera. (Me parece que ya hablé de ellos en un anterior post, pero no está de más, creo, recordarlos brevemente).



El primer templo era muy pequeño y era frecuentado por mujeres y el segundo,de mayor tamaño, estaba pintado por dentro de arriba a abajo por detalles florales. Me dio la sensación que la pintura era reciente. En el interior había un señor que se presentó como sacerdote y me preguntó de dónde era, informándome que podía hacer una donación si quería, pero que no era necesaria. Dí algo. Durante mi visita, el “cura” se cambió su traje por unos vaqueros y una camiseta, pasando desapercibido. Les quise dar algo a los chicos que custodiaban la entrada, pero no aceptaron nada.
Ya podía volver a la estación tranquilamente y comprar, de paso, el billete de Jaisalmer a mount Abu. Regresé a la taquilla a por la mochila, tras comer en un sitio informal muy barato y cogí el tren que me llevaría a Jodpuhr.
El viaje fue sin problemas, poca gente, el tren-cama adaptable en el que aproveché para echarme la siesta al poco de salir, pero pronto vino el revisor y me despertó. Había un polizonte curioso, una rata que iba y venía por debajo de los asientos, (buscaría el suyo, supongo)

sábado, 20 de junio de 2020

Visita a la India (Episodio 17)


Visita a ratstemple (templo de las ratas o Shri Karni Mata temple)

Mientras esperaba para coger el autobús que me llevaría a Deshnok o Deshnoke (también lo he leído así) aproveché para comprar algo de comer en el kiosko de la estación, unas samosas con cebolla y una salsa picante. Extrañamente el bus partió unos minutos antes de la hora señalada con muy poca gente e hizo varias paradas. En cada una, también dentro de la ciudad, subían más pasajeros hasta que acabó por llenarse. La carretera no estaba mal, y, aunque era de doble sentido, no había ninguna línea pintada que la separara. A veces se convertía en tres carriles y el autobús no dudaba en adelantar, sobre todo, a camiones. Justo una hora después llegamos.
Nada más bajar del autobús, un anciano que también se apeó, me indicó cómo llegar al templo de las ratas. Tenía pintado en la cara adonde quería ir. Una carretera asfaltada llevaba al santuario ratuno, cuya cúpula estaba siendo restaurada. Delante del templo había una explanada enlosada que estaba flanqueada por varios puestos de souvenirs, comida y ofrendas al dios Rata. Parece ser que, según una leyenda, unos niños de la región de una casta se reencarnaron en ratas, de ahí su culto. Para entrar era necesario descalzarse y pagar 30 rupias por la cámara. 




La fachada era de mármol blanco y era hermosa, pero, el templo en sí, me pareció muy pequeño. Y ratas había, negras, pero podía haber habido más. Se podían contar por decenas que parecían estar bastante cómodas con la presencia humana y que se concentraban en diversos cuencos con comida y agua. Al fondo había un altar al que los turistas occidentales no podíamos acceder (y menos dejar dinero). Me causó extrañeza. Después de alguna foto y vídeo de rigor, volví a por mis zapatillas, pagando algo al señor que las custodiaba, como, así también, a unos músicos que amenizaban la escena apostados frente al templo (¿Los flautistas de Hamelín? pensé). Volví sobre mis pasos a la parada del bus, esta vez al otro lado de la carretera. Pregunté si iba a Bikaner. Dicho y hecho. Y al poco emprendimos la marcha, llegando una hora después, dejándome cerca del hostel o “casa de huéspedes”. 




Cogí mis cosas y llamé a los chicos, a ver si había alguien... Nada, nadie. Busqué la dirección del otro albergue. Pasaron unos minutos... Seguíamos igual. Pregunté a unos vecinos y pronto vino uno de los chicos, el del desayuno y le expliqué que me iba antes de lo acordado. Llamó a su “jefe” por teléfono (creo que era su hermano). Me pasó el teléfono y me recordó que había reservado para dos noches, le comenté que había cambiado de opinión... Me amenazó con una penalización por hacer el check-out por la tarde a lo que respondí que por la mañana no lo había visto. En fin, le pagué al chico que estaba allí, recordándole lo limpio que estaba todo. Por cierto, había que ver la cocina.
Cogí un tuk hacia el nuevo hostel que se encontraba en una zona alejada y tranquila. Al llegar no había nadie en recepción y un chico indio que merodeaba por el vestíbulo me informó que había una cama libre en el último piso. Y allí que me fui. Una gran sala con literas dobles, la mayor parte ocupadas. Fui recibido por otro cliente del hostel, que, por cierto, me había parecido que había sido anteriormente una residencia de estudiantes. El chico indio vestía de manera occidental (muchos indios, sobre todo, jóvenes, visten así) y tenía poco más de treinta años. En cuanto me vio entablamos conversación. Tenía ganas de hablar y me contó un poco su vida, en especial, su proyecto profesional que estaba empezando, por el que se le veía muy ilusionado. Organizar viajes en moto o jeep por la India y me pidió consejo al contarle de qué trabajaba yo.
Después de un rato, me duché y ya cambiado, quería comprar agua y cenar y el chico me propuso cenar juntos. A mí me suele gustar cualquier cosa. Le contesté que lo que le apeteciera, además, me pareció que conocía el lugar. Y así era. Fuimos con su potente moto de 250 cc a una pizzería de una famosa franquicia occidental. Pedimos una pizza para compartir que pagué yo, extrañado, él me preguntó cuanto era, y le dije que el precio incluía el paseo en moto, quizá demasiado veloz, eso sí, (no había tanta prisa, no me gusta demasiado la velocidad) y también por llevarme a aquel sitio. Compré una botella de agua congelada al salir y volvimos al hostel, pasando por la cocina, para encargar el desayuno del día siguiente. Todavía no había pagado mi estancia allí, y así, cual moroso, me fui a dormir.

lunes, 15 de junio de 2020

Viaje a la India (Episodio 16)

Llegada a Bikaner. Visita a Fort Junagarth

Llegué según lo previsto a Bikaner, y, aunque no estaba muy lejos del hostel, decidí coger un tuk. Sin embargo, el conductor desconocía su ubicación. Ya había anochecido. Por el camino se encontró con un amigo que le ayudó a averiguar donde se encontraba. Pero no fue fácil, primero me llevaron a un “hotel” equivocado. Allí salió la dueña a la calle, diciéndome que eso no era un hotel (la entendí por sus expresivos gestos). Decidí darles el número del hostel a los chicos para que llamaran y, finalmente, dimos con él. Pronto entendí todo. Más que un hostel, era una casa particular que alquilaba habitaciones. Nos recibieron tres chavales que se conocían entre sí, no sé si familia o no. El del tuk me pidió más dinero del que habíamos acordado. Le dí el doble y me abrazó algo emocionado. Se lo había ganado.

La casa consistía en un pasillo y a ambos lados se sucedían habitaciones con cerrojos bien vistosos, parecía más bien una prisión. El chico me preguntó si había reservado la habitación con o sin baño. Como podía elegir, preferí con baño. Las sábanas de la cama, por lo menos, la bajera, no estaba muy limpia que dijéramos. Se lo comenté y me respondió que me las podía cambiar, pero como era tarde, al día siguiente. Tampoco se mostró muy entusiasmado. En principio me quedaba otra noche en Bikaner, y había reservado un día más, pero todavía no había pagado. Acordamos que lo haría al día siguiente. ¡Menos mal que no pagué! Para empezar, el colchón... creo que el suelo era más blando que aquella losa. Si me dormí fue porque estaba bastante cansado, por otro lado, el baño, no tenía ni jabón, ni agua y lo más importante ¡Papel! Suerte que llevaba kleenex. No lo dudé dos veces y reservé la noche siguiente en otro hostel. Se lo diría por la mañana. Me levanté temprano, medité un poco e hice algunos asanas yóguicos. Desayuné lo que me preparó otro chico que merodeaba por la casa, un chai con unas tostadas minúsculas con mantequilla. Le señalé que untara más, que no pasaría nada. Parece que el presupuesto que tenían era notablemente ajustado. El baño era una prueba. Tras el tentempié, busqué al chico con el que hablé la noche anterior, pero se había ido.
Decidí ir hacia el centro de la ciudad caminando y acercarme después a la estación con la intención de realizar una breve excursión a Deshnok para ver el curioso ratstemple. (Templo de las ratas).
El palacio Lallgarh
Bikaner ya me pareció una ciudad más tranquila, con menos gente y más camellos y vacas que vagaban a sus anchas. La primera parada fue el palacio Lallgarh. Cuál fue mi sorpresa cuando me enteré que no se podía visitar, pues en parte lo habían convertido en un hotel. Había sido la casa de los marajás de Bikaner, construida hacía un siglo con la característica piedra roja propia del lugar. Hoy sigue perteneciendo a los descendientes.
Adonde sí se podía acceder era a un museo que se encontraba en el mismo recinto separado de la casa por unos jardines. El precio de la entrada era aceptable. Tan vacío estaba que iluminaban sólo la sala donde yo visitaba. Básicamente era un canto a la nostalgia de viejos tiempos de la noble familia maharaja del siglo XX. Destacaba el álbum de fotos,con sus armas, medallas y uniformes.
De allí me encaminé al “plato fuerte” de Bikaner. La impresionante fortaleza de Fort Junagarth levantada entre los siglos XVI y XVII rodeada por una muralla con numerosos bastiones y varios palacios en su interior, símbolo del poder de la familia que gobernó la ciudad en otros tiempos. Mereció la pena, sin duda. Para mayor gloria, consulté el libro-guía que llevaba para saber los entresijos de cada sala. La visita acababa en una gran salón que mostraba desde una colección de armas; espadas, sables, escopetas larguísimas para cazar elefantes... hasta un avión de principios del siglo XX.

Una parte de Fort Juganarth

La estación de trenes estaba cerca y fui hasta ella para preguntar cuándo podía ir a ver el templo de las ratas. La taquillera, una mujer mayor, no entendía inglés y unos chicos, que también hacían cola, me aclararon que no saldría ninguno hasta la noche. La única opción era el autobús. Ya fuera de la estación, pregunté a una mujer de donde salían los autobuses y me señaló una dirección, como a un kilómetro de distancia, entendí. Según el mapa de la guía, estaba justo al lado del palacio Lallgarh donde había estado por la mañana. Había que coger un tuk. Sin embargo, parece ser que había varias paradas y pregunté por la principal. Como había varios tuks, al preguntar a uno, se unieron dos y hasta tres más, diciendo al unísono...sintal, sintal... ¿? El hombre me entendió. Cuando llegué eran las dos y todavía no había comido. El calor se hacia notar. (De hecho, el desierto del Tar estaba a la vuelta de la esquina). Pregunté al señor de la taquilla, un señor gordo con bigote y gafas con pocas ganas de colaborar. ¡Suerte que un chico me dijo que salía en 15 minutos... Deshnok.

Una de las salas del Fort 
Entrada del Fort




miércoles, 10 de junio de 2020

Viaje a la India (Episodio 15)


Visita al Albert Hall Museum, Jaipur

Al llegar al hostel. me apunté a la clase matutina de yoga sin saber si habría, porque estaba yo sólo apuntado y se necesitaba un mínimo de gente, pero finalmente se animó una pareja.
Al día siguiente, después de la clase, durante la cual hicimos algunos ejercicios de pranayama (respiración consciente), desayuné con el profesor (brasileño) y dos colegas suyos. Le quise pagar la clase, y, en esta ocasión, me dijo que era demasiado. Parece que nunca acierto. En el tentempié se unió una chica alemana que venía de Rihiskesh, donde había asistido a un curso de yoga. Se quejaba de que los indios, al verla sola, le pedían selfies y, después de dos minutos de conocerse, le pedían casarse con ella. La verdad es que algunos indios no pierden el tiempo. Durante la charla, me convertí en una estatua de sal, pues no entendía mucho de lo que decían y, además, tenían muchas ganas de hablar. Tras despedirme, volví a mi habitación para dejar lista la mochila para cuando volviera, y así, irme directamente a la estación de trenes. Tuve un imprevisto, al comprobar que el candado había “muerto” definitivamente, ya que lo había forzado demasiado al querer cerrarlo, por suerte, llevaba otro.
Como había planeado el día anterior, fui a visitar el museo Albert Hall. Un enorme edificio que ya, al verlo exteriormente, impresionaba, perdón por insistir, ya que lo comenté en el anterior episodio. 
Albert Hall Museum

Se empezó a construir en 1876, al parecer, para simular el Albert & Victoria Museum de la capital británica, habiendo llegado a un acuerdo la reina Victoria y el arquitecto Shah Jahan. La razón de su nacimiento fue la vista del príncipe de Gales, aunque después no se supiera muy bien qué uso se le daría al monumento. (Al imperio británico le sobraba el dinero para estos lujos y más). Al menos, años después, se pensó que podía albergar un museo que pronto atrajo a todo tipo de curiosos por su gran nivel (entre ellos yo mismo siglo y pico después).
La entrada al museo eran 300 rupias y para acceder había una única cola general. (No era lo habitual porque en otros lugares turísticos, incluso en las estaciones, existen dos colas, una para nacionales, y otra para extranjeros). No se hizo larga la espera para comprar la necesaria. Sin embargo, ya dentro el museo se vivía un ambiente muy animado. Mucha gente local, sobre todo, grupos de estudiantes y familias con niños pequeños. El museo atesoraba una colección de diferentes objetos; como cerámica, dibujos, telas, armas, esculturas, etc que mostraban los usos, costumbres y el arte del Rajastán. Como curiosidad, me llamó la atención pequeñas reproducciones de asanas (posturas yógicas) En general, me pareció muy interesante, sobre todo las piezas más antiguas de unos mil años, libros y virguerías artesanales talladas en madera. En el sótano, (semiescondida), había una exposición temporal (o eso me pareció) sobre el Egipto faraónico y la momia de Tutankhamon.
Una de las salas del museo

Tras la visita, me di una vuelta por los alrededores del edificio decimonónico, donde abundaban jardines y espacios verdes, y, desperdigados. había puestos de comida, que ofrecían fruta, la reina era la banana, que por cierto, aproveché para comprar alguna.
Regresé andando al hostel y durante el paseo, me topé con varios indios, uno de ellos (otro más) se interesó por mi sombrero y me preguntó dónde me lo había comprado. Buena excusa para comenzar una conversación. Se encontraba junto con otro a la entrada de un comercio. También quiso saber mi opinión sobre la India, cuestión que me desconcertó porque no estaba acostumbrado a “tanto nivel”. Uno de ellos acabó por decirme si quería un chai, un buen motivo para invitarle a uno, como así hice, no sin antes decirle que mi tren no tardaría en salir. En realidad, tenía tiempo de sobra, pero, por un lado, quería aprovechar para comprar el siguiente billete de Jodpuhr a Jaisalmer, y, por otro, sabía que a los indios les encanta hablar.


Tras recoger mis cosas del hostel, me encaminé a la estación, pensando que, habiendo visto la distancia entre las dos ciudades citadas, estaría genial que hubiera un tren nocturno y así fue. Había uno diario que salía a las 23,30 y llegaba a las 6,30 h.
En la cola, para comprar el billete, conocí a otro occidental, un “vikingo” alto y tupida barba pelirroja. Era sueco. Quería comprar un billete para él y otro para su mujer para ir a (Varanasi) Benarés al día siguiente, pues su mujer estaba enferma. No sé muy bien por qué, pero no lo consiguió. Durante la espera, me comí unos pequeños sandwiches y leí uno de los libros que llevaba. Le pregunté a un empleado por mi tren, el cual me indicó que estaba en otro sector. Ya dentro, el tren nocturno era como el anterior que había cogido, pero en cada asiento había 3 números. En la litera superior dejé la mochila, pero poco después un señor que iba con su hija joven, me señaló que la pusiera debajo del asiento. Quería dormir. Su hija se subió a la otra litera. Serían las cuatro de la tarde, España no es el único lugar en el que se venera la siesta, pensé. Otro pasajero “vecino” también quiso tumbarse y me pidió que me fuera al de enfrente. Quedaban varias horas para llegar a Bikaner. 



jueves, 4 de junio de 2020

Viaje a la India (Episodio 14)


Paseo por Jaipur (con encuentro incluido con “Antonio Banderas”)

Al llegar a la cantina donde había quedado con el chófer, no estaba. Me dijeron que se había ido a rezar porque era musulmán y que no tardaría. Y así fue, aunque vino con un niño, el cual se quedó allí.
Llegamos al hostel y empezaba a tener hambre y me encaminé a uno de los restaurantes cercanos que se recomendaban en el albergue. Elegí uno que estaba a 10 minutos andando. Se podía comer entre 200 y 500 rupias, pero un sólo plato costaba 450 rupias. De todas maneras no era caro, aunque sí para la mayoría de los indios. El lugar tenía cierto nivel y estaba enfocado para turistas y locales de clase media, rodeado de vegetación, albergaba una terraza con unos cuantos ventiladores para luchar contra el calor. Me decidí por la terraza en la que había ni un alma. Pedí un plato, pan de pita y algo de beber. Al camarero le sorprendió que pidiera sólo un plato, pero incluso me sobró y le pedí que me lo preparara para llevar. Su respuesta fue que me lo acabara. Por cierto, fue algo pesado... repitiendo varias veces Anything else? (¿algo más?) Aún así, pedí más pan, para la cena. Volví al hostel a descansar un rato y aproveché para reservar el hostel de Jodpuhr. Por la tarde me fui a dar un paseo camino de la ciudad rosa. Más concretamente al centro de la urbe. Para ello cogí una gran avenida por la que anduve una media hora.
Uno de los 10 mejores cines del mundo

A pie, uno puede descubrir detalles que, yendo en un transporte sea cual sea, se nos escapa, por ejemplo, me topé con uno de los diez mejores cines del mundo o eso decía uno de los carteles de su fachada (y también mi libro de viajes). No sólo me pude encontrar con cosas que me podían llamar la atención, sino que yo mismo también podía atraer la mirada de algún transeúnte, como así sucedió. Un hombre joven me preguntó por mi perilla. Lo siguiente que quiso saber fue mi lugar de origen. Para mi sorpresa, sabía algo de español, pues había estado en España. Y poco a poco me contó su vida, cuando no era titiritero, conducía un tuk, y, según la temporada, no le iba mal. Me dijo que se llamaba “Antonio Banderas” (sí, muy ingenioso”) repitiéndomelo varias veces para demostrar su gracia y, de paso, que no se me olvidara Me preguntó si quería un chai, (justamente le iba a proponer lo mismo). Me llevó a una parada ambulante cercana ubicada en una bocacalle que daba a la avenida. (Ya tenía preparada la escena “Antonio Banderas”) Allí nos esperaba un amigo suyo al que le invité también, que, tras presentármelo, no abrió prácticamente la boca. Durante la charla, vino otro chico joven, que casualmente había estado en el Raval, en Barcelona. ¿? El joven se quejaba de que durante su estancia en España no quisieran hablar con él por ser indio, según su opinión, pues la gente pensaba que lo único que quería era dinero. Fuera verdad o no, sinceramente, no sé adonde quería llegar, pero yo me había acabado el chai y ya había pagado, por lo que decidí irme. No sé lo tomaron muy bien. Este chico quería saber por qué los turistas no querían hablar con él (entre ellos yo) prometiéndome no venderme nada. Me quedé un poco más y la conversación devino en si yo era gay, si me gustaban los hombres, etc... Pensé que seguramente él lo fuera. Les dejé claro que me gustaban las mujeres. Ni siquiera borracho cambiaría de opinión, como ellos me querían hacerme ver. (Al día siguiente me encontré con este chico, iba conduciendo un tuk, paró a mi lado, y, me ofreció llevarme adonde quisiera. Sin subir, volvió con el mismo tema: que si había muchos hombres, que por qué no me gustaba... Mientras continuaba mi camino, me iba siguiendo con el tuk, y, al poco, se acercó un cliente que le interrumpió y se fue con él).


Tras este episodio, me acerqué al centro de Jaipur, la ciudad rosa, llamada así por el color de la piedra de muchos edificios, arcos de entrada monumentales y demás. Sin embargo, yo la habría llamado Bullicio, o “Bulliciur”, gente, ruido, caos...Un auténtico hormiguero humano. Como los gremios en la Edad Media, los diferentes vendedores se agrupaban en las mismas calles según lo que ofrecieran; artesanías, bicicletas, especias y ¡libros! Una de mis debilidades. Entré en una librería para preguntar si tendrían en español, y sí, sí que tenían, aunque, desafortunadamente, no vi nada interesante. De todas maneras, el librero me insistió en comprar las memorias de una princesa de Rajastán. Durante el recorrido, me fui topando con gente que me preguntaba las típicas cuestiones; de dónde era, si estaba casado... A veces conversábamos brevemente. Su intención era solamente conocerme.
Ya se había hecho de noche y volví al albergue, no sin antes desviarme un poco para ver con más detalle el edificio del Museo Albet Hall, que pensé visitar al día siguiente y que, en aquellos momentos, estaba iluminado con diferentes haces de luces coloridas lo que le daba un aspecto futurista.