El
tren llegó a Jodpuhr con algunos minutos de adelanto, y al salir de
la estación me esperaban unos cuantos tuks para llevarme al hostel.
En esta ocasión, (menos mal!) el albergue ya era más conocido y
dimos sin problemas sin emoción. De hecho, Jodpuhr es una ciudad
mucho más turística que Bikaner. En la recepción no había nadie,
parece que era costumbre. Toqué una campanilla hasta dos veces hasta
que se presentó alguien. El hostel estaba bastante bien y céntrico.
Me duché, me conecté al wi-fi y cené en la terraza con unas vistas
espectaculares al fort Megaraht. Allí había un empleado del hostel
que estaba viendo un partido de cricket, deporte nacional, en la TV.
Me ofreció para cenar unas tortillas con tostadas y ¡una cerveza!
que completé lo que llevaba de comida. No le pregunté el precio,
aun sabiendo que no sería barata, pero la ocasión y el sitio lo
merecía.
Al
día siguiente, como de costumbre, me desperté antes de que sonara
el despertador, pasadas las 7, aunque me quedé en la cama un rato. Y
hasta las 8,30 h (cuando empezaban a servir el desayuno) hice un poco
de yoga, meditación y el habitual aseo personal. Tras el desayuno,
el sol calentaba con fuerza y con la mochila preparada me encaminé a
visitar el impresionante Fort Mehrangarh, un castillo de piedra
rojiza. La joya más preciada de Jodpuhr, sin duda alguna. Antes de
dejar el hostel, le dije al chico de recepción si conocía un sitio
donde cambiar dinero. Llamó por teléfono y a continuación me
preguntó lo que quería cambiar (esto creo que ya me lo había
preguntado antes). El cambio estaba a 79,5 rupias igual a 1 €.
Como no tenía tanto dinero para darme, se fue un momento para volver
al instante. Aún me quedaba suficiente para uno o dos días más,
pero, por si acaso, decidí solucionarlo antes. Más tranquilo por
este tema, me encaminé a la fortaleza por caminos angostos, donde se
sucedían callejuelas llenas de tiendas con otras con casas humildes.
Ninguna indicación, y en ese laberinto desistí del GPS del móvil.
Me
topé con unos niños con uniforme de algún colegio privado que me
preguntaron adónde iba y me orientaron. Cuando nos despedimos, uno
de ellos me pidió unas rupias, lo cual me desconcertó. Les pregunté
que si no tenían clase (eras las 11 de la mañana) y me respondieron
que ya habían acabado. ¿? Evidentemente no les dí nada. En primer
lugar, porque no lo necesitaban, y en segundo lugar, me dio la
sensación que les habían enseñado a pedir por cualquier cosa a un
turista foráneo y no por necesidad.
Las
rampas que conducían al Fuerte prometían ver algo grandioso. No es
de extrañar que su nombre significase majestuoso. Pasadas las
puertas de la fortaleza había una cafetería, donde me tomé un té.
Una ardilla (o un animal parecido) se acercó a una mesa cercana,
donde hablaba una pareja joven de turistas y me entretuve haciendo
fotos al simpático animal.
La
entrada costaba 700 rupias con audioguía y cámara incluida (pues
habitualmente se paga un canon aparte). Unos 9 €., pero para los
locales el precio era tres veces menor. La voz de la audioguía para
mi sorpresa tenía un perfecto castellano de... ¡Argentina! Cuando
los marajás del lugar hacían sus declaraciones grabadas, el español
que se hablaba era propio de Burgos, es decir, sin acento alguno.
La
fortaleza había sido construida en el siglo XV por el fundador de la
ciudad el rao Jodha, del cual tomó su nombre y hasta principios del
siglo XX vivieron en él los majarajás. La visita se dividía en un
total de 33 paradas, atravesando patios, diversas salas, unas mas
lujosamente decoradas que otras, en las que se podían ver desde
palanquines, sillas para montar elefantes, armas, etc.
Desde
el castillo a lo lejos se podía ver un pequeño templo hindú,
Jaswant Thada, conocido como pequeño Taj, que recordaba, salvando
las distancias, al Taj Mahal por su mármol blanco. Y hacia allí
fui. Estaría a poco más un kilómetro, con lo que se podía ir
andando, pero eran pasadas la una del mediodía y hacía un sol de
justicia. Decidí coger un tuk compartido. Antes de entrar al templo,
había una cafetería, donde aproveché para comer algo. Había que
pagar un precio simbólico para acceder al recinto que rodeaba el
templo, el cual estaba al lado de un lago y a su derecha un coqueto
jardín, desde el cual se podía disfrutar de unas vistas perfectas
de la fortaleza. Después de visitar el templo sin mucho
detenimiento, no tenía demasiado interés, me tumbé en el césped
de los jardines para descansar un rato e hice algunas fotos.