Visita
al Albert Hall Museum, Jaipur
Al
llegar al hostel. me apunté a la clase matutina de yoga sin saber si
habría, porque estaba yo sólo apuntado y se necesitaba un mínimo
de gente, pero finalmente se animó una pareja.
Al
día siguiente, después de la clase, durante la cual hicimos algunos
ejercicios de pranayama (respiración consciente), desayuné con el
profesor (brasileño) y dos colegas suyos. Le quise pagar la clase,
y, en esta ocasión, me dijo que era demasiado. Parece que nunca
acierto. En el tentempié se unió una chica alemana que venía de
Rihiskesh, donde había asistido a un curso de yoga. Se quejaba de
que los indios, al verla sola, le pedían selfies y, después de dos
minutos de conocerse, le pedían casarse con ella. La verdad es que
algunos indios no pierden el tiempo. Durante la charla, me convertí
en una estatua de sal, pues no entendía mucho de lo que decían y,
además, tenían muchas ganas de hablar. Tras despedirme, volví a mi
habitación para dejar lista la mochila para cuando volviera, y así,
irme directamente a la estación de trenes. Tuve un imprevisto, al
comprobar que el candado había “muerto” definitivamente, ya que
lo había forzado demasiado al querer cerrarlo, por suerte, llevaba
otro.
Como
había planeado el día anterior, fui a visitar el museo Albert Hall.
Un enorme edificio que ya, al verlo exteriormente, impresionaba,
perdón por insistir, ya que lo comenté en el anterior episodio.
Albert Hall Museum |
Se
empezó a construir en 1876, al parecer, para simular el Albert &
Victoria Museum de la capital británica, habiendo llegado a un
acuerdo la reina Victoria y el arquitecto Shah Jahan. La razón de su
nacimiento fue la vista del príncipe de Gales, aunque después no se
supiera muy bien qué uso se le daría al monumento. (Al imperio
británico le sobraba el dinero para estos lujos y más). Al menos,
años después, se pensó que podía albergar un museo que pronto
atrajo a todo tipo de curiosos por su gran nivel (entre ellos yo
mismo siglo y pico después).
La
entrada al museo eran 300 rupias y para acceder había una única
cola general. (No era lo habitual porque en otros lugares turísticos,
incluso en las estaciones, existen dos colas, una para nacionales, y
otra para extranjeros). No se hizo larga la espera para comprar la
necesaria. Sin embargo, ya dentro el museo se vivía un ambiente muy
animado. Mucha gente local, sobre todo, grupos de estudiantes y
familias con niños pequeños. El museo atesoraba una colección de
diferentes objetos; como cerámica, dibujos, telas, armas,
esculturas, etc que mostraban los usos, costumbres y el arte del
Rajastán. Como curiosidad, me llamó la atención pequeñas
reproducciones de asanas (posturas yógicas) En general, me pareció
muy interesante, sobre todo las piezas más antiguas de unos mil
años, libros y virguerías artesanales talladas en madera. En el
sótano, (semiescondida), había una exposición temporal (o eso me
pareció) sobre el Egipto faraónico y la momia de Tutankhamon.
Una de las salas del museo |
Tras
la visita, me di una vuelta por los alrededores del edificio
decimonónico, donde abundaban jardines y espacios verdes, y,
desperdigados. había puestos de comida, que ofrecían fruta, la
reina era la banana, que por cierto, aproveché para comprar alguna.
Regresé
andando al hostel y durante el paseo, me topé con varios indios, uno
de ellos (otro más) se interesó por mi sombrero y me preguntó
dónde me lo había comprado. Buena excusa para comenzar una
conversación. Se encontraba junto con otro a la entrada de un
comercio. También quiso saber mi opinión sobre la India, cuestión
que me desconcertó porque no estaba acostumbrado a “tanto nivel”.
Uno de ellos acabó por decirme si quería un chai, un buen motivo
para invitarle a uno, como así hice, no sin antes decirle que mi
tren no tardaría en salir. En realidad, tenía tiempo de sobra,
pero, por un lado, quería aprovechar para comprar el siguiente
billete de Jodpuhr a Jaisalmer, y, por otro, sabía que a los indios
les encanta hablar.
Tras
recoger mis cosas del hostel, me encaminé a la estación, pensando
que, habiendo visto la distancia entre las dos ciudades citadas,
estaría genial que hubiera un tren nocturno y así fue. Había uno
diario que salía a las 23,30 y llegaba a las 6,30 h.
En
la cola, para comprar el billete, conocí a otro occidental, un
“vikingo” alto y tupida barba pelirroja. Era sueco. Quería
comprar un billete para él y otro para su mujer para ir a
(Varanasi) Benarés al día siguiente, pues su mujer estaba enferma.
No sé muy bien por qué, pero no lo consiguió. Durante la espera,
me comí unos pequeños sandwiches y leí uno de los libros que
llevaba. Le pregunté a un empleado por mi tren, el cual me indicó
que estaba en otro sector. Ya dentro, el tren nocturno era como el
anterior que había cogido, pero en cada asiento había 3 números.
En la litera superior dejé la mochila, pero poco después un señor
que iba con su hija joven, me señaló que la pusiera debajo del
asiento. Quería dormir. Su hija se subió a la otra litera. Serían
las cuatro de la tarde, España no es el único lugar en el que se
venera la siesta, pensé. Otro pasajero “vecino” también quiso
tumbarse y me pidió que me fuera al de enfrente. Quedaban varias
horas para llegar a Bikaner.
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