miércoles, 10 de junio de 2020

Viaje a la India (Episodio 15)


Visita al Albert Hall Museum, Jaipur

Al llegar al hostel. me apunté a la clase matutina de yoga sin saber si habría, porque estaba yo sólo apuntado y se necesitaba un mínimo de gente, pero finalmente se animó una pareja.
Al día siguiente, después de la clase, durante la cual hicimos algunos ejercicios de pranayama (respiración consciente), desayuné con el profesor (brasileño) y dos colegas suyos. Le quise pagar la clase, y, en esta ocasión, me dijo que era demasiado. Parece que nunca acierto. En el tentempié se unió una chica alemana que venía de Rihiskesh, donde había asistido a un curso de yoga. Se quejaba de que los indios, al verla sola, le pedían selfies y, después de dos minutos de conocerse, le pedían casarse con ella. La verdad es que algunos indios no pierden el tiempo. Durante la charla, me convertí en una estatua de sal, pues no entendía mucho de lo que decían y, además, tenían muchas ganas de hablar. Tras despedirme, volví a mi habitación para dejar lista la mochila para cuando volviera, y así, irme directamente a la estación de trenes. Tuve un imprevisto, al comprobar que el candado había “muerto” definitivamente, ya que lo había forzado demasiado al querer cerrarlo, por suerte, llevaba otro.
Como había planeado el día anterior, fui a visitar el museo Albert Hall. Un enorme edificio que ya, al verlo exteriormente, impresionaba, perdón por insistir, ya que lo comenté en el anterior episodio. 
Albert Hall Museum

Se empezó a construir en 1876, al parecer, para simular el Albert & Victoria Museum de la capital británica, habiendo llegado a un acuerdo la reina Victoria y el arquitecto Shah Jahan. La razón de su nacimiento fue la vista del príncipe de Gales, aunque después no se supiera muy bien qué uso se le daría al monumento. (Al imperio británico le sobraba el dinero para estos lujos y más). Al menos, años después, se pensó que podía albergar un museo que pronto atrajo a todo tipo de curiosos por su gran nivel (entre ellos yo mismo siglo y pico después).
La entrada al museo eran 300 rupias y para acceder había una única cola general. (No era lo habitual porque en otros lugares turísticos, incluso en las estaciones, existen dos colas, una para nacionales, y otra para extranjeros). No se hizo larga la espera para comprar la necesaria. Sin embargo, ya dentro el museo se vivía un ambiente muy animado. Mucha gente local, sobre todo, grupos de estudiantes y familias con niños pequeños. El museo atesoraba una colección de diferentes objetos; como cerámica, dibujos, telas, armas, esculturas, etc que mostraban los usos, costumbres y el arte del Rajastán. Como curiosidad, me llamó la atención pequeñas reproducciones de asanas (posturas yógicas) En general, me pareció muy interesante, sobre todo las piezas más antiguas de unos mil años, libros y virguerías artesanales talladas en madera. En el sótano, (semiescondida), había una exposición temporal (o eso me pareció) sobre el Egipto faraónico y la momia de Tutankhamon.
Una de las salas del museo

Tras la visita, me di una vuelta por los alrededores del edificio decimonónico, donde abundaban jardines y espacios verdes, y, desperdigados. había puestos de comida, que ofrecían fruta, la reina era la banana, que por cierto, aproveché para comprar alguna.
Regresé andando al hostel y durante el paseo, me topé con varios indios, uno de ellos (otro más) se interesó por mi sombrero y me preguntó dónde me lo había comprado. Buena excusa para comenzar una conversación. Se encontraba junto con otro a la entrada de un comercio. También quiso saber mi opinión sobre la India, cuestión que me desconcertó porque no estaba acostumbrado a “tanto nivel”. Uno de ellos acabó por decirme si quería un chai, un buen motivo para invitarle a uno, como así hice, no sin antes decirle que mi tren no tardaría en salir. En realidad, tenía tiempo de sobra, pero, por un lado, quería aprovechar para comprar el siguiente billete de Jodpuhr a Jaisalmer, y, por otro, sabía que a los indios les encanta hablar.


Tras recoger mis cosas del hostel, me encaminé a la estación, pensando que, habiendo visto la distancia entre las dos ciudades citadas, estaría genial que hubiera un tren nocturno y así fue. Había uno diario que salía a las 23,30 y llegaba a las 6,30 h.
En la cola, para comprar el billete, conocí a otro occidental, un “vikingo” alto y tupida barba pelirroja. Era sueco. Quería comprar un billete para él y otro para su mujer para ir a (Varanasi) Benarés al día siguiente, pues su mujer estaba enferma. No sé muy bien por qué, pero no lo consiguió. Durante la espera, me comí unos pequeños sandwiches y leí uno de los libros que llevaba. Le pregunté a un empleado por mi tren, el cual me indicó que estaba en otro sector. Ya dentro, el tren nocturno era como el anterior que había cogido, pero en cada asiento había 3 números. En la litera superior dejé la mochila, pero poco después un señor que iba con su hija joven, me señaló que la pusiera debajo del asiento. Quería dormir. Su hija se subió a la otra litera. Serían las cuatro de la tarde, España no es el único lugar en el que se venera la siesta, pensé. Otro pasajero “vecino” también quiso tumbarse y me pidió que me fuera al de enfrente. Quedaban varias horas para llegar a Bikaner. 



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