sábado, 20 de junio de 2020

Visita a la India (Episodio 17)


Visita a ratstemple (templo de las ratas o Shri Karni Mata temple)

Mientras esperaba para coger el autobús que me llevaría a Deshnok o Deshnoke (también lo he leído así) aproveché para comprar algo de comer en el kiosko de la estación, unas samosas con cebolla y una salsa picante. Extrañamente el bus partió unos minutos antes de la hora señalada con muy poca gente e hizo varias paradas. En cada una, también dentro de la ciudad, subían más pasajeros hasta que acabó por llenarse. La carretera no estaba mal, y, aunque era de doble sentido, no había ninguna línea pintada que la separara. A veces se convertía en tres carriles y el autobús no dudaba en adelantar, sobre todo, a camiones. Justo una hora después llegamos.
Nada más bajar del autobús, un anciano que también se apeó, me indicó cómo llegar al templo de las ratas. Tenía pintado en la cara adonde quería ir. Una carretera asfaltada llevaba al santuario ratuno, cuya cúpula estaba siendo restaurada. Delante del templo había una explanada enlosada que estaba flanqueada por varios puestos de souvenirs, comida y ofrendas al dios Rata. Parece ser que, según una leyenda, unos niños de la región de una casta se reencarnaron en ratas, de ahí su culto. Para entrar era necesario descalzarse y pagar 30 rupias por la cámara. 




La fachada era de mármol blanco y era hermosa, pero, el templo en sí, me pareció muy pequeño. Y ratas había, negras, pero podía haber habido más. Se podían contar por decenas que parecían estar bastante cómodas con la presencia humana y que se concentraban en diversos cuencos con comida y agua. Al fondo había un altar al que los turistas occidentales no podíamos acceder (y menos dejar dinero). Me causó extrañeza. Después de alguna foto y vídeo de rigor, volví a por mis zapatillas, pagando algo al señor que las custodiaba, como, así también, a unos músicos que amenizaban la escena apostados frente al templo (¿Los flautistas de Hamelín? pensé). Volví sobre mis pasos a la parada del bus, esta vez al otro lado de la carretera. Pregunté si iba a Bikaner. Dicho y hecho. Y al poco emprendimos la marcha, llegando una hora después, dejándome cerca del hostel o “casa de huéspedes”. 




Cogí mis cosas y llamé a los chicos, a ver si había alguien... Nada, nadie. Busqué la dirección del otro albergue. Pasaron unos minutos... Seguíamos igual. Pregunté a unos vecinos y pronto vino uno de los chicos, el del desayuno y le expliqué que me iba antes de lo acordado. Llamó a su “jefe” por teléfono (creo que era su hermano). Me pasó el teléfono y me recordó que había reservado para dos noches, le comenté que había cambiado de opinión... Me amenazó con una penalización por hacer el check-out por la tarde a lo que respondí que por la mañana no lo había visto. En fin, le pagué al chico que estaba allí, recordándole lo limpio que estaba todo. Por cierto, había que ver la cocina.
Cogí un tuk hacia el nuevo hostel que se encontraba en una zona alejada y tranquila. Al llegar no había nadie en recepción y un chico indio que merodeaba por el vestíbulo me informó que había una cama libre en el último piso. Y allí que me fui. Una gran sala con literas dobles, la mayor parte ocupadas. Fui recibido por otro cliente del hostel, que, por cierto, me había parecido que había sido anteriormente una residencia de estudiantes. El chico indio vestía de manera occidental (muchos indios, sobre todo, jóvenes, visten así) y tenía poco más de treinta años. En cuanto me vio entablamos conversación. Tenía ganas de hablar y me contó un poco su vida, en especial, su proyecto profesional que estaba empezando, por el que se le veía muy ilusionado. Organizar viajes en moto o jeep por la India y me pidió consejo al contarle de qué trabajaba yo.
Después de un rato, me duché y ya cambiado, quería comprar agua y cenar y el chico me propuso cenar juntos. A mí me suele gustar cualquier cosa. Le contesté que lo que le apeteciera, además, me pareció que conocía el lugar. Y así era. Fuimos con su potente moto de 250 cc a una pizzería de una famosa franquicia occidental. Pedimos una pizza para compartir que pagué yo, extrañado, él me preguntó cuanto era, y le dije que el precio incluía el paseo en moto, quizá demasiado veloz, eso sí, (no había tanta prisa, no me gusta demasiado la velocidad) y también por llevarme a aquel sitio. Compré una botella de agua congelada al salir y volvimos al hostel, pasando por la cocina, para encargar el desayuno del día siguiente. Todavía no había pagado mi estancia allí, y así, cual moroso, me fui a dormir.

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