Visita
a ratstemple (templo de las ratas o Shri Karni Mata temple)
Mientras
esperaba para coger el autobús que me llevaría a Deshnok o Deshnoke
(también lo he leído así) aproveché para comprar algo de comer
en el kiosko de la estación, unas samosas con cebolla y una salsa
picante. Extrañamente el bus partió unos minutos antes de la hora
señalada con muy poca gente e hizo varias paradas. En cada una,
también dentro de la ciudad, subían más pasajeros hasta que acabó
por llenarse. La carretera no estaba mal, y, aunque era de doble
sentido, no había ninguna línea pintada que la separara. A veces se
convertía en tres carriles y el autobús no dudaba en adelantar,
sobre todo, a camiones. Justo una hora después llegamos.
Nada
más bajar del autobús, un anciano que también se apeó, me indicó
cómo llegar al templo de las ratas. Tenía pintado en la cara adonde
quería ir. Una carretera asfaltada llevaba al santuario ratuno, cuya
cúpula estaba siendo restaurada. Delante del templo había una
explanada enlosada que estaba flanqueada por varios puestos de
souvenirs, comida y ofrendas al dios Rata. Parece ser que, según una
leyenda, unos niños de la región de una casta se reencarnaron en
ratas, de ahí su culto. Para entrar era necesario descalzarse y
pagar 30 rupias por la cámara.
La
fachada era de mármol blanco y era hermosa, pero, el templo en sí,
me pareció muy pequeño. Y ratas había, negras, pero podía haber
habido más. Se podían contar por decenas que parecían estar
bastante cómodas con la presencia humana y que se concentraban en
diversos cuencos con comida y agua. Al fondo había un altar al que
los turistas occidentales no podíamos acceder (y menos dejar
dinero). Me causó extrañeza. Después de alguna foto y vídeo de
rigor, volví a por mis zapatillas, pagando algo al señor que las
custodiaba, como, así también, a unos músicos que amenizaban la
escena apostados frente al templo (¿Los flautistas de Hamelín?
pensé). Volví sobre mis pasos a la parada del bus, esta vez al otro
lado de la carretera. Pregunté si iba a Bikaner. Dicho y hecho. Y al
poco emprendimos la marcha, llegando una hora después, dejándome
cerca del hostel o “casa de huéspedes”.
Cogí
mis cosas y llamé a los chicos, a ver si había alguien... Nada,
nadie. Busqué la dirección del otro albergue. Pasaron unos
minutos... Seguíamos igual. Pregunté a unos vecinos y pronto vino
uno de los chicos, el del desayuno y le expliqué que me iba antes de
lo acordado. Llamó a su “jefe” por teléfono (creo que era su
hermano). Me pasó el teléfono y me recordó que había reservado
para dos noches, le comenté que había cambiado de opinión... Me
amenazó con una penalización por hacer el check-out por la tarde a
lo que respondí que por la mañana no lo había visto. En fin, le
pagué al chico que estaba allí, recordándole lo limpio que estaba
todo. Por cierto, había que ver la cocina.
Cogí
un tuk hacia el nuevo hostel que se encontraba en una zona alejada y
tranquila. Al llegar no había nadie en recepción y un chico indio
que merodeaba por el vestíbulo me informó que había una cama libre
en el último piso. Y allí que me fui. Una gran sala con literas
dobles, la mayor parte ocupadas. Fui recibido por otro cliente del
hostel, que, por cierto, me había parecido que había sido
anteriormente una residencia de estudiantes. El chico indio vestía
de manera occidental (muchos indios, sobre todo, jóvenes, visten
así) y tenía poco más de treinta años. En cuanto me vio
entablamos conversación. Tenía ganas de hablar y me contó un poco
su vida, en especial, su proyecto profesional que estaba empezando,
por el que se le veía muy ilusionado. Organizar viajes en moto o
jeep por la India y me pidió consejo al contarle de qué trabajaba
yo.
Después
de un rato, me duché y ya cambiado, quería comprar agua y cenar y
el chico me propuso cenar juntos. A mí me suele gustar cualquier
cosa. Le contesté que lo que le apeteciera, además, me pareció que
conocía el lugar. Y así era. Fuimos con su potente moto de 250 cc a
una pizzería de una famosa franquicia occidental. Pedimos una pizza
para compartir que pagué yo, extrañado, él me preguntó cuanto
era, y le dije que el precio incluía el paseo en moto, quizá
demasiado veloz, eso sí, (no había tanta prisa, no me gusta
demasiado la velocidad) y también por llevarme a aquel sitio. Compré
una botella de agua congelada al salir y volvimos al hostel, pasando
por la cocina, para encargar el desayuno del día siguiente. Todavía
no había pagado mi estancia allí, y así, cual moroso, me fui a
dormir.
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