jueves, 30 de julio de 2020

Viaje a la India (Episodio 25)

El mismo día por la noche

Esperando en la estación de Jaisalmer
Volví al hostel y estuve leyendo, haciendo tiempo hasta las 9 de la noche y me dirigí a la estación. Allí cené y me pedí una botella de agua refrescante. El chico del puesto era un adolescente que charlaba con sus amigos de manera animada. Entre risas, entablé conversación con ellos. Me empezaron a hacer las mismas preguntas de rigor, y el muchacho siguió contándome en privado que quería ir a Madrid, pues era gay y allí se vivía con libertad. Incluso me enseñó una foto del desfile del día del orgullo. También me dijo algo que no llegué a entender (supuse que se me estaba insinuando ¿?).


En un banco cercano, (en muchas estaciones están contados) había un saddhu acostado y durmiendo. Los saddhus son personajes que van vestidos con una túnica de color azafrán que han decidido llevar una vida de lo más austera y nómada, sin más posesión que una vara y un pequeño cuenco para las limosnas que reciben. Se me ocurrió dibujarlo, pero no pasaron ni cinco minutos cuando cambió de posición. Como no le podía ver bien la cara desde donde me encontraba, abandoné la idea de inmortalizarlo. Entonces el chico, con el que había estado hablando, me propuso que le dibujara a él. Y así, le hice un retrato ambos sentados en el suelo uno frente al otro. Creo que no quedó mal. Creo que le gustó porque se lo llevó. Me volvió a comentar algo que no entendí y no quise saberlo y me pidió la cuenta de una red social. Volvió a retomar le tema de su homosexualidad, preguntándome por qué no me gustaban los chicos, a lo que le contesté básicamente porque me gustaban las mujeres En fin, que parece ser que ligué con una criatura de ¡16 años!


Mientras le estaba dibujando, se había ido acercando gente que esperaban su tren. Entre ellos, una mujer hindú de cierta edad que le picaba la curiosidad. Echó un ojo al dibujo y con un gesto facial preguntó si era el que estaba posando. No estaba muy convencida, los demás espectadores rieron ante la reacción de la mujer ¡Fue muy gracioso!
Otro chico me preguntó si quería dinero, pues al ver lo que había dibujado, quería que le hiciera un retrato también. Le confesé que no sé si me daría tiempo, pues el tren no tardaría en llegar. De todas maneras, lo empecé y, media hora después, estaba listo. Aún tuve unos minutos para alargar las piernas y dar un paseo por el andén. Llegué a contar veinte vagones. En esta ocasión, el mío iba medio vacío, me puse cómodo, dentro de lo que se podía, y no tardé en quedarme dormido. Sin embargo, no descansé mucho debido a los continuos traqueteos del tren y demás ruidos. Según lo previsto, a las 7 de la mañana llegaba a Jodpuhr, desde donde cogería otro tren para el siguiente destino: el Monte Abu. Tras comprar fruta, un sandwich y un chai para desayunar, fui a solucionar el tema para ir a Abu Road. No tenía claro donde comprar el billete o se podía conseguir de camino ya en el tren. Tuve algún que otro problema para llegar a un entendimiento, (se unía su pronunciación con mi inglés a veces improvisado y finalmente lo compré en una taquilla por unas míseras 60 rupias, ni siquiera 1 €. El viaje suponía recorrer cientos de kilómetros que tardamos una buena jornada laboral.


Tantas horas dan para mucho, pero quien se aburre es porque quiere. Como en la vida, la gente subía y bajaba del tren y coincidí con unos más o menos tiempo. La mayoría era gente simpática que repetía las mismas preguntas, familias con sus niños pequeños, en las que hablaba únicamente el hombre y la mujer se escondía tras su sari y bellos ojos.
Aunque se presentaban, me costó aprender sus nombres y la solución pasaba por pedir amistad en una conocida red social a los cinco minutos. ¡Menuda afición! Supongo que de esa manera se sentirán más conectados con el mundo, con otras culturas o les encanta tener cuantos más “amigos”, mejor. No lo sé. Pues aún así, reconozco que el viaje se me hizo largo, sobre todo, porque estuvimos parados una hora y media a mitad de camino. Quizá fuera la sensación no de avanzar lo que se me atragantó. Pero, fue difícil olvidar el desfile de hermosas mujeres jóvenes con sus saris de alegres colores, enjoyadas con sus pulseras, collares y brillantes pendientes. Algunas se tapaban media cara con sus velos, lo que resaltaba sus ojos hipnotizantes. No podía resistirme a seguir viéndolos disimuladamente. Entre estos pensamientos y visiones (no sé si reales o no) llegamos a Abu Road, una pequeña población en la falda del Monte Abu. Desde allí aún quedaban 30 kilómetros que cubría un autobús escalando la pequeña colina.. Para ello, me encaminé a la estación de autobuses, que estaba cerca de la de trenes, donde compré el billlete-El viaje no era directo pues hizo unas cuantas paradas y justo una hora después llegué al Mount Abu.








jueves, 23 de julio de 2020

Viaje a la India (Episodio 24)

Una tarde en Jaisalmer con un espectáculo de marionetas.

Todavía me quedaba toda la tarde para disfrutar de Jaisalemer y ví en la guía que a las afueras (creía que estaba más lejos) había un lago con unos pequeños templetes hinduístas, alguno dentro del lago. Preferí ir hasta allí en tuk por un módico precio, sobre todo, por el calor que hacía.
Para entrar al recinto, aunque era al aire libre, había que seguir un camino y traspasar una puerta monumental. Pronto me salió al paso un señor ofreciéndome un paseo en barca (había varias). Aunque era barato, no me seducía la idea, y preferí tumbarme en el césped y disfrutar del lugar. Después de un rato, saqué mi cámara con un objetivo de larga distancia y los prismáticos que hacía poco me había regalado mi hermana y exploré el territorio. Me dirigí hacia los templetes, donde estaba la chica gordita del restaurante. Di una pequeña vuelta y me fui por donde había venido, cruzándome con el barquero que todavía tenía cara de preguntarse por qué no quería haber subido a una de sus barcas.



Justo al salir ví un cartel en un muro que decía que a dos minutos andando (así fue) doblando una esquina se encontraba el Dargha Cultural Centrum, donde había un museo con un teatro de marionetas. Me acerqué básicamente porque tenía curiosidad por el espectáculo, pero el anciano que lo gestionaba (también su fundador, el señor Sharma), me dijo que no había función porque los artistas estaban en una boda. Era un hombre muy afable que me ofreció visitar su museo a un precio simbólico. Se trataba de una colección que había atesorado durante años y años con esmero y cariño. Fotos, instrumentos musicales, y una incontable serie de objetos relacionados con el folkrore de la región. Al fondo, por una puerta, apareció un hombre más joven, que tendría mi edad. Tras mantener una breve conversación con él, me llevó a una sala apartada que exhibía postales, libros, cd's, etc, en mesas alargadas.


Aquel hombre tenía especial interés que comprara un libro en español sobre la historia de Jaisalmer titulado “La ciudad dorada”. Un pequeño librito escrito por el señor Sharma, cómo no. Profesor, historiador, escritor. Su labor es admirable. Quedaba pendiente poner una opinión positiva en un conocido portal de internet, según me comentaron. Finalmente no compré el libro que tenía fotos algo desenfocadas (pixeladas), pero sí que me hice con alguna postal y un cd de música folk del desierto. Sólo me había quedado con las ganas de ver una función de títeres. Pero, lo que a veces pasa, que, sin esperar, cambió mi suerte porque sí que había función. Seguramente se debió a la llegada de una pareja de turistas (anglosajones, pensé) que hacía poco estaban merodeando por el museo. Hasta entonces yo había sido el único visitante. Entendí que no iban a ofrecer el espectáculo solamente para mí, pero el señor Sharma podía haber sido más sincero. De todas maneras, dudo que le compensara hacerlo para tres personas. Igual número de artistas sobre el escenario: el marionetista, el tamborilero y un cantante.



El espectáculo duró como media hora y se sucedieron breves números musicales con las diferentes y típicas marionetas del Rajastán: ej jinete y su caballo, el hombre-mujer, una bailarina, un camello...
¡¿Qué se podía pedir más!? Salí encantando y me despedí del venerable Sharma, agradeciéndole todo. Me encaminé otra vez a la ciudad, y paré en una tasca a tomar un refrigerio.
El tren salía de noche, me quedaba tiempo de sobra. Llegando al albergue, me sucedió algo muy curioso, algunos niños me rodearon pidiéndome una foto. Aquello no era raro, pero lo sorprendente fue que alguno de ellos me pidió un pen (lápiz). Llevaba cuatro, pero eran más chavalines, y había leído que si daba menos de los que eran podían pelearse. Ante este dilema, pronto apareció el padre de uno de ellos que prefería dinero, aunque no lo ví muy necesitado. Finalmente me quedé con un lápiz y el mismo dinero.

sábado, 18 de julio de 2020

Viaje a la India (Episodio 23)

Visita a los templos jainistas de Jaisalmer

Al día siguiente, tras la rutina habitual, sólo quedaban dos chicos en la habitación con las mochilas preparadas. Me pregunté si se despedirían. Una de ellas, muy amable, quiso saber cómo había dormido, añadiendo, ¿frío, verdad? Pues sí, un poco... El aparato de aire acondicionado marcaba 23 grados. Doy fe de que funcionaba bastante bien, pero nadie dijo nada. De todas maneras, en cada cama había una manta preparada.
Supuse que el resto de los chicos estaban en el hall, pero cuando me fui a desayunar a una cafetería cercana, sólo estaban sus mochilas en la recepción. Tras volver al hostel, acabé de hacer la mochila, la dejé preparada y me fui a ver los templos jainistas. Que tenía pensado visitar. Entonces, en la puerta de entrada, me encontré con el chico portugués que ya se iba. Un tuk lo estaba esperando. Le pregunté por los demás. Se habían ido a desayunar y nos despedimos.
De camino a la ciudadela, me los crucé. Las chicas se iban a Jodpuhr en autobús a media mañana. El suizo no me estrechó la mano porque se quedaba algún día más y me preguntó qué iba a ver. (Los templos jainistas). No sé si quería venir, pero yo prefería ir solo. Hasta ese momento, me había parecido bastante soso y algo taciturno. Ya no coincidimos más. Me despedí de las chicas brevemente y sin redes sociales por en medio, seguí hacia el casco antiguo de Jaisalmer.



Fue una gozada pasear por sus intrincadas callejuelas sin tuks y contadas motos.
Visité los templos jainistas que estaban uno frente al otro. 200 rupias. Un señor con bigote que estaba por allí y con el pelo cano me acompañó y me hizo de guía espontáneo sin proponerle yo nada. Habría que pagarle después, claro.
La charla con aquel hombre mereció la pena, aunque insistió varias veces que las ofrendas (los donativos económicos) se dedicaban para mantener el templo, en ningún caso a los holyman (los hombres santos o sacerdotes). ¿Vivirían del aire? Pensé. Merodeando por el templo había alguno de estos señores, los cuales no dudaban en pedir dinero mediante alguna argucia diciendo: “Desde aquí puedes hacer una foto al techo”. Oliendo que querría dinero, le espeté, “no, gracias”. Otro sacerdote anciano me exhortó algo en hindi (que le llegué a entender por los gestos que hacía y lo enfadado que estaba) indicando un cofre que tenía cerca para que metiera dinero. ¡Qué gente tan devota! Dinero para el templo, seguramente. ¿No había pagado ya la entrada?



Los templos se conectaban entre sí mediante unas escaleras de los siglos XVI-XVII con sus impresionantes columnas y muros finamente esculpidos en mármol con todo detalle.
Le dí unas rupias al guía, el cual se quedó contentó pues me señaló otros templos jainistas que visitar. Tras agradecérselo, me encaminé a la “pizzería hindú” para pagar mis deudas. En la puerta del restaurante había una chica rubia y gordita que buscaba también al dueño. Estaba abierto, entré, le llamé, no había nadie. Me dí una pequeña vuelta para hacer tiempo. Si al volver seguía sin aparecer, se lo dejaría en un sitio escondido, donde lo pudiera encontrar con facilidad, por ejemplo, bajo las sábanas de su cama. Y así hice y me despedí de la chica. Al alejarme me pareció oír cómo una moto aparcaba, era él. Me acerqué y le agradecí su confianza y le confesé donde le había dejado el dinero, deseándole suerte en la vida.



Me dirijí hacia la otra parte de la ciudadela, donde había un antiguo cañón, recuerdo de otos tiempos. Estaba junto a un restaurante vacío con una interesante terraza con vistas a la ciudad moderna. Me pedí un té y un agua y allí me quedé un rato escribiendo y disfrutando de la tranquilidad. Mi estómago me avisó que necesitaba provisiones, pero antes quería visitar el Patun Haveli, unas de las casa típicas de la región de ricos comerciantes de varios pisos con piedra amarilla entallada con numerosas celosías.



La entrada costaba unas rupias y un joven se ofreció como guía, lo que acepté. Me empezó explicando que en realidad eran cinco palacios, de los que se podían visitar dos. Uno antiguo y adecuadamente conservado y otro más moderno. Aposté por el primero, sin dudarlo. Entendía bastante bien lo que decía. Y así, me acompañó en todo momento y se ofreció a hacerme alguna foto. La visita fue bastante amena e interesante. Después de pagarle, salí y me encaminé a unos bancos que estaban en frente de la casa, desde donde se podía disfrutar de la fachada del haveli. Se encontraba en una replaceta. En un rincón sombreado había un niño que vendía marionetas típicas del Rajastán. El crío estaba esperando a algún turista. Aunque me gustan los títeres decidí no comprar ninguno porque se convertiría en una carga y me faltaban casi dos semanas de viaje. El chico insistió tanto que me hizo una demostración, fantástica, por cierto. Le dí unas rupias que no esperaba. Entonces me comentó que las hacía él y que era un negocio familiar.
Busqué un sitio donde comer y tras callejear un rato, llegué a la puerta de entrada que formaba parte de la muralla. En esa zona había varios restaurantes, me decanté por uno con terraza, aunque posiblemente todos tendrían la suya. El jefe vigilaba sentado desde el mostrador a los comensales y algún camarero era un niño. La comida, como solía suceder, era tan abundante que ya tenía cena. Me quedé un rato admirando (y dibujando) los torreones y la fascinante muralla.





domingo, 12 de julio de 2020

Viaje a la India (Episodio 22)

Una tarde acompañado en Jaisalmer

Tras la comida en el restaurante y sin haber pagado, decidí ir al hostel a descansar un poco. Las horas centrales del día no invitan a pasear precisamente, el sol es inclemente. Tampoco estaba muy lejos. Saliendo de la ciudadela, me crucé con los chicos del hostel. “Morirán de una insolación”... Pensé... Nos saludamos y seguimos nuestros caminos.
Ya en la habitación, aunque había aire acondicionado, no encontré el mando y creo que hacía más calor dentro que fuera. Me duche para refrescarme. Bajé al vestíbulo después de un rato, tirado en un colchón con cojines orientales y me puse a escribir, leer y dibujar.


La tarde avanzaba y me apetecía salir para dar una vuelta. Volví a la habitación, adonde ya habían vuelto los chicos (no les había visto porque habían entrado por otro pasillo). Una de las chicas me preguntó por los planes que tenía para esa tarde y me propuso ir a cenar con ellos. Alguno de ellos aún tenían que ducharse. Acepté encantado y sorprendido por la invitación. Quedamos en veinte minutos en el hall. No tardaron mucho y nos encaminamos a la ciudadela. Durante el paseo, estuve conversando con un chico portugués. Nos decidimos por un restaurante con unas interesantes vistas panorámicas. Sólo había unos cuantos turistas.


Acordaron pedirse unas cervezas, y no quedé atrás. Pensé que había alguna pareja dentro del grupo, pero me equivoqué. Dos amigas eran alemanas, una de ellas musulmana pues tenía ascendencia turca. Se habían encontrado en Delhi con la chica belga y conectaron tanto que decidieron seguir el viaje juntas. Más adelante se unieron los otros chicos, el citado portugués y un italo-suizo.



Ya he comentado que teníamos unas magníficas vistas a la muralla de la ciudad, que, al caer la noche, daba un aire mágico. La cena se desarrolló en un ambiente distendido, con algún que otro silencio debido a la participación de algún móvil. Las chicas eran jovencitas... 23 años.. ¡Podía ser su padre! Es más, el padre de una de ellas tenía un año más que yo. El camarero, de mediana edad, intentaba ser gracioso, sin mucho éxito e intentaba ligar con una de las chicas torpemente. En un abrir y cerrar de ojos, les estaba pidiendo el facebook a las chicas... Y para disimular, me lo pidió a mi también... Acabada la cena, volvimos al hostel, y de camino, junto a la entrada de la ciudad antigua en una explanada había un pequeño escenario con telas con vistosos colores. Habría unas 50 personas como público sentadas en el suelo encima de una gran tela y también en sillas. Nos sentamos unos minutos. El chico suizo, como no le interesaba, se fue al hostel.
Encima del escenario, junto a una mesa estaban sentados dos jóvenes ataviados como si fueran dioses hacían plegarias y cantaban acompañados de harmoniums y un cantante.
No nos quedamos hasta el final y ya en el hostel acabamos jugando al UNO en una terraza con la linterna de los móviles y mi frontal. Gané una de las partidas.


miércoles, 8 de julio de 2020

Viaje a la India (Episodio 21)

Llegada a Jaisalmer

Al salir de la estación, me encontré con la ya esperada estampida de chóferes que se acercaban a mí como si fuera cual famoso para llevarme a donde les dijera. Hay que decir que era temprano y los viajeros se podían contar con los dedos de una mano. Me decanté por un señor alto que iba en 4x4 sin discutir el precio. Kluba, que era como se llamaba, pronto intentó venderme su safari-camel. Por el camino nos cruzamos con muy poca gente y conducía de una manera tan parsimoniosa que incluso sospeché algo raro. ¿Estaba en la India? Rechacé su excursión por el desierto y llegamos al hostel con tiempo de sobra. Como era tan pronto, me llevó a tomar un chai cerca. A eso sí que acepté. Además él tenía que ir al baño. Nos tomamos el chai de rigor en un puesto callejero cuyo dueño conocía Kluba, y que ya tenía clientes madrugadores y, tras intercambiarnos los números de teléfono por si cambiaba de opinión sobre el safari o para recomendarle, nos despedimos en la puerta del hostel.


El albergue simulaba un palacete de época de los marajás, sobre todo, el vestíbulo, y estaba ubicado a las afueras de las impresionantes murallas de la ciudadela de Jaisalmer. En la recepción del albergue no había nadie, (para variar) y, al asomar la cabeza, vi, digamos en la “trastienda”, un colchón donde dormía plácidamente un chico. En el vestíbulo rodeado de columnas árabes, había tres colchones más con cojines alargados. El chico se despertó poco después y, como todavía no podía registrarme, le pedí que me trajera algo para desayunar. Un chai. Decidí dormir un poco en uno de aquellos colchones y lo conseguí , cayendo en un sueño en el que veía perfectamente cómo me despertaba a la una del mediodía, bastante molesto, pues quería visitar la ciudad y había perdido un tiempo precioso. Por suerte, fue un sueño, o una breve pesadillla, porque, al despertar, en realidad eran las 9 de la mañana y resoplé satisfecho.


En el preciso momento de registrarme en el hostel, vino un grupo de chicos y chicas con semblante europeo. Como bien supuse venían de hacer un safari a camello que organizaban desde el albergue y hablaban inglés. Después de que les atendieran rápido, firmé en el libro (que yo llamo de autoridades, en todos los hostels hay uno) donde inmortalicé mis datos.
El chico del hostel me preguntó por el safari-camel, y le comenté que no estaba en mis planes. La verdad es que creía que eran dos noches y no una. No había comentado que en Jodpuhr a la hora de reservar por mail me quedé dudando y finalmente no lo confirmé, aunque me dije: ¿Realmente me apetece? La respuesta era que no. El chico muy serio, me preguntó por qué. Le contesté que había cambiado de opinión, intentó convencerme y le respondí que ya tenía comprado el billete de tren de vuelta a Jodpuhr al día siguiente por la noche. Evidentemente, entendí que no le hiciera mucha gracia. Me enseñó el único dormitorio que había con tres literas y seis camas, los demás eran habitaciones dobles. Y en él coincidí con los chicos del safari. Tres chicas y dos chicos , que se estaban duchando (por separado) y que saludé brevemente. Esperé mi turno y, listo y preparado, me encaminé hacia la fortaleza. Los chicos se quedaron en la habitación descansando.


La ciudad amurallada de Jaisalmer alberga dos palacios unidos, uno más grande que el otro que al igual que en Jodpuhr lo habían transformado en un museo con treinta paradas. A medida que me acercaba a la entrada por un camino empinado, me asediaron guías locales (alguno podría no serlo) que querían enseñarme el castillo. El ticket con la audioguía y la cámara supuso en total 600 rupias. Era más modesta que la de Jodpuhr pero conservaba su encanto y me gustó bastante.
Al terminar la visita, se había hecho la hora de comer. Me hubiera gustado visitar los templos jainistas que había, pero cerraban a las 12 del mediodía, tendría que ser al día siguiente. Estuve callejeando por el dédalo de estrechas y tortuosas calles sin asfaltar de la ciudadela, increíblemente tranquilo, libre de tuk-tuks, aunque no faltó alguna moto, siempre impacientes y que, por lo visto, tienen prohibido ceder el paso a los peatones.


A cierta distancia descubrí un cartel de un restaurante de comida italiana colgado a unos metros del suelo, encima de la entrada. También ofrecían comida local. Me hizo gracia y decidí entrar. El anfitrión era un chico con barba de unos treinta años, quizá más joven. Me enseñó la carta que tenía una variedad. Digamos que no tenía mucho glamour, a pesar del cartel, más bien, podías sentirte en una casa. ¡Y así fue! El chico me comentó que el edificio podía tener 400 años (que me lo creí) y que la arquitectura era la típica del lugar: el haveli con balcones en celosía en piedra amarilla con varias alturas. Los escalones doy fe que podían ser los primeros de Jaisalmer, de medio metro de alto. En cada uno de las plantas había una terraza sucia y un mobiliario tan antiguo como la casa y algo destartalado. Polvo no faltaba, excepto en la terraza superior, donde se encontraba el restaurante. El chico me decía de vez en cuando “tú como en tu casa”, yo pensaba, sí, pero más limpia. Ya sentado, me preguntó que quería y le respondí que qué tenía, Me respondió: “lo que quieras”, le comenté que “que lo quieras es mucho, veamos...italian food..y me dijo: italian food no puede ser. “Entonces lo que quiera no puede ser...Tendrías que ser más sincero”, le dije... Sí, sí, añadió. Finalmente pedí un thali, tres o cuatro pequeños platos con pan. A la hora de pagar, no tenía cambio y tampoco se podía pagar con tarjeta, quedamos que volvería al día siguiente a pagarle. Como así hice. Antes me había contado un poco de su vida.




sábado, 4 de julio de 2020

Viaje a la India (Capítulo 20)

Una tarde en Jodpuhr

Tras visitar el pequeño Taj, pensé adónde podía encaminarme a continuación. Los demás interesantes lugares estaban fuera de la ciudad y estaban algo lejos, como por ejemplo, el Umaid Bhawan Palace, residencia del Maharajá, que también era un museo. Decidí volver a la ciudad antigua para merodear por los alrededores de la torre del reloj (Clock Tower) construida hacía un siglo por el marajá de turno a la manera inglesa para que la gente no preguntara la hora. (Esto me lo he inventado yo). La rodeaba el muy animado y colorido mercado llamado Sardar Bazar. Un hormiguero de gente y diferentes vehículos a motor con su martirizante ruido. Poco después de empezar la marcha, un vendedor de una tienda de especias me hacía señas para que me acercara, preguntándome si quería algo, ¿Un chai? Pues claro, le contesté, y me ofreció su asiento detrás del mostrador. A los pocos minutos estaba degustando un té con un sabor diferente elaborado con azafrán, canela y cardamomo. Mientras me lo tomaba, otro vendedor del mismo puesto me dio conversación. Se llamaba Abdul, musulmán le pregunté. Contestó afirmativamente, contándome que en Jodpuhr la mitad de la población era musulmana y la otra mitad hindú y que el Ramadán sería el año que viene. Al acabar y querer pagarle, me dijo que él no vendía té, sino especias. La verdad es que no quería comprar nada, ni siquiera vi los precios. Le dejé unas rupias entre paquetes de especias, me dio su tarjeta y nos despedimos. Seguí paseando por el mercado sin rumbo fijo por calles principales y otras secundarias con gran trasiego de gente. Las paradas estaban bien organizadas; que vendían ropa, especias, pulseras, carne, y gallinas enjauladas...




En el mapa del libro-guía que llevaba, descubrí un parque, supuse que con cierta vegetación y algo más tranquilo. No estaba cerca, pero fui hasta allí. Gente sin techo estaba tumbada en el césped y una docena de niños jugaban al deporte nacional, el criquet. No tardaron en notar mi presencia y, tras las presentaciones, se quisieron hacer unas fotos conmigo. Lo siguiente fue jugar con ellos. Yo que buscaba un poco de paz... Después de unos minutos les dejé que siguieran jugando yéndome al “banquillo”.




Volví al mercado por una calle paralela al parque no muy transitada, en la que otros niños me pidieron insistentemente que les hiciera fotos, incluso un hombre que parecía ebrio también quería ser inmortalizado. Un chico que vio la escena me echó en cara que le sacara una foto a ese hombre diciendo que era un pobre borracho, le respondí que había sido él quien me lo había pedido y, a continuación, borré la foto. Llegué a a la torre del reloj y cerca vi una cafetería, donde tomé asiento en la terraza y me tomé otro chai tranquilamente, pues quedaban cinco horas para coger el siguiente tren hacia Jaisalmer. Aproveché para cargar el móvil, retomar el diario y hacer unas fotos a gente que pasaba cerca. Y así, la tarde fue muriendo poco a poco a los pies de Clock Tower. 




Tras un rato, me encaminé al hostel para recoger mis cosas y de allí, a la estación de autobuses. Me despedí del chico del hostel, que le llamó la atención que fuera tan cargado, lo que me extrañó. Hay que decir que llevaba un saco de dormir y una esterilla lo que abultaba bastante junto con la cámara de fotos reflex. En la estación compré el siguiente billete a Abu Road. Después de unos días, había descubierto un booking office, que servía para reservar el mismo día o unas horas antes de que saliera el transporte en cuestión y un reservation office, destinado si se compraba el billete con unos días de antelación. Eso sí, para facilitar las cosas, estaban en diferentes edificios, incluso fuera de lo que es el recinto de la estación, como esta ocasión. ¿Y dónde? Pregunté a un guardia, después a otro, que, muy amable, me acompañó él mismo a un edificio por un camino asfaltado y a oscuras. Sería allí, pensé, pero, después de esperar más de media hora o más y conocer a un señor gordinflón con bigote que se quiso hacer un selfie conmigo y de paso me contó que era músico y que trabajaba para un conocido músico del Rajastán... Pues ¡No necesitaba reserva! Sólo bastaba presentarse con dos horas de antelación. En fin, resuelta la duda, volví a la estación, cené algo y esperé sentado en un banco. Mientras tanto, vinieron a verme varios chicos, uno tras otro, que me preguntaron mi nombre y se interesaron por mí. El tren salió puntualmente y tardé en dormirme, aunque el revisor, al poco tiempo de caer en brazos de Morfeo, me despertó.
Me puse la alarma 15 minutos antes de la hora estimada de llegada a Jaisalmer. No sé qué pasó, pero alguien me tuvo que despertar diciéndome: Jaisalmer. Con prisas, recogí mis pertenencias (algo desperdigadas al haber sacado el saco de dormir). Me sobró tiempo para bajar y organizar la mochila. Ya en el andén un señor con una carretilla me dijo algo que no entendí ( quería llevar mi equipaje), no, gracias, le dije. Y me encaminé hacia la salida.