Al
día siguiente, tras la rutina habitual, sólo quedaban dos chicos en
la habitación con las mochilas preparadas. Me pregunté si se
despedirían. Una de ellas, muy amable, quiso saber cómo había
dormido, añadiendo, ¿frío, verdad? Pues sí, un poco... El aparato
de aire acondicionado marcaba 23 grados. Doy fe de que funcionaba
bastante bien, pero nadie dijo nada. De todas maneras, en cada cama
había una manta preparada.
Supuse
que el resto de los chicos estaban en el hall, pero cuando me fui a
desayunar a una cafetería cercana, sólo estaban sus mochilas en la
recepción. Tras volver al hostel, acabé de hacer la mochila, la
dejé preparada y me fui a ver los templos jainistas. Que tenía
pensado visitar. Entonces, en la puerta de entrada, me encontré con
el chico portugués que ya se iba. Un tuk lo estaba esperando. Le
pregunté por los demás. Se habían ido a desayunar y nos
despedimos.
De
camino a la ciudadela, me los crucé. Las chicas se iban a Jodpuhr en
autobús a media mañana. El suizo no me estrechó la mano porque se
quedaba algún día más y me preguntó qué iba a ver. (Los templos
jainistas). No sé si quería venir, pero yo prefería ir solo. Hasta
ese momento, me había parecido bastante soso y algo taciturno. Ya no
coincidimos más. Me despedí de las chicas brevemente y sin redes
sociales por en medio, seguí hacia el casco antiguo de Jaisalmer.
Fue una gozada pasear por sus intrincadas callejuelas sin tuks y contadas motos.
Fue una gozada pasear por sus intrincadas callejuelas sin tuks y contadas motos.
Visité
los templos jainistas que estaban uno frente al otro. 200 rupias. Un
señor con bigote que estaba por allí y con el pelo cano me acompañó
y me hizo de guía espontáneo sin proponerle yo nada. Habría que
pagarle después, claro.
La
charla con aquel hombre mereció la pena, aunque insistió varias
veces que las ofrendas (los donativos económicos) se dedicaban para
mantener el templo, en ningún caso a los holyman (los hombres santos
o sacerdotes). ¿Vivirían del aire? Pensé. Merodeando por el templo
había alguno de estos señores, los cuales no dudaban en pedir
dinero mediante alguna argucia diciendo: “Desde aquí puedes hacer
una foto al techo”. Oliendo que querría dinero, le espeté, “no,
gracias”. Otro sacerdote anciano me exhortó algo en hindi (que le
llegué a entender por los gestos que hacía y lo enfadado que
estaba) indicando un cofre que tenía cerca para que metiera dinero.
¡Qué gente tan devota! Dinero para el templo, seguramente. ¿No
había pagado ya la entrada?
Los
templos se conectaban entre sí mediante unas escaleras de los siglos
XVI-XVII con sus impresionantes columnas y muros finamente esculpidos
en mármol con todo detalle.
Le
dí unas rupias al guía, el cual se quedó contentó pues me señaló
otros templos jainistas que visitar. Tras agradecérselo, me encaminé
a la “pizzería hindú” para pagar mis deudas. En la puerta del
restaurante había una chica rubia y gordita que buscaba también al
dueño. Estaba abierto, entré, le llamé, no había nadie. Me dí
una pequeña vuelta para hacer tiempo. Si al volver seguía sin
aparecer, se lo dejaría en un sitio escondido, donde lo pudiera
encontrar con facilidad, por ejemplo, bajo las sábanas de su cama. Y
así hice y me despedí de la chica. Al alejarme me pareció oír
cómo una moto aparcaba, era él. Me acerqué y le agradecí su
confianza y le confesé donde le había dejado el dinero, deseándole
suerte en la vida.
Me
dirijí hacia la otra parte de la ciudadela, donde había un antiguo
cañón, recuerdo de otos tiempos. Estaba junto a un restaurante
vacío con una interesante terraza con vistas a la ciudad moderna. Me
pedí un té y un agua y allí me quedé un rato escribiendo y
disfrutando de la tranquilidad. Mi estómago me avisó que necesitaba
provisiones, pero antes quería visitar el Patun Haveli, unas de las
casa típicas de la región de ricos comerciantes de varios pisos con
piedra amarilla entallada con numerosas celosías.
La entrada costaba unas rupias y un joven se ofreció como guía, lo que acepté. Me empezó explicando que en realidad eran cinco palacios, de los que se podían visitar dos. Uno antiguo y adecuadamente conservado y otro más moderno. Aposté por el primero, sin dudarlo. Entendía bastante bien lo que decía. Y así, me acompañó en todo momento y se ofreció a hacerme alguna foto. La visita fue bastante amena e interesante. Después de pagarle, salí y me encaminé a unos bancos que estaban en frente de la casa, desde donde se podía disfrutar de la fachada del haveli. Se encontraba en una replaceta. En un rincón sombreado había un niño que vendía marionetas típicas del Rajastán. El crío estaba esperando a algún turista. Aunque me gustan los títeres decidí no comprar ninguno porque se convertiría en una carga y me faltaban casi dos semanas de viaje. El chico insistió tanto que me hizo una demostración, fantástica, por cierto. Le dí unas rupias que no esperaba. Entonces me comentó que las hacía él y que era un negocio familiar.
La entrada costaba unas rupias y un joven se ofreció como guía, lo que acepté. Me empezó explicando que en realidad eran cinco palacios, de los que se podían visitar dos. Uno antiguo y adecuadamente conservado y otro más moderno. Aposté por el primero, sin dudarlo. Entendía bastante bien lo que decía. Y así, me acompañó en todo momento y se ofreció a hacerme alguna foto. La visita fue bastante amena e interesante. Después de pagarle, salí y me encaminé a unos bancos que estaban en frente de la casa, desde donde se podía disfrutar de la fachada del haveli. Se encontraba en una replaceta. En un rincón sombreado había un niño que vendía marionetas típicas del Rajastán. El crío estaba esperando a algún turista. Aunque me gustan los títeres decidí no comprar ninguno porque se convertiría en una carga y me faltaban casi dos semanas de viaje. El chico insistió tanto que me hizo una demostración, fantástica, por cierto. Le dí unas rupias que no esperaba. Entonces me comentó que las hacía él y que era un negocio familiar.
Busqué
un sitio donde comer y tras callejear un rato, llegué a la puerta de
entrada que formaba parte de la muralla. En esa zona había varios
restaurantes, me decanté por uno con terraza, aunque posiblemente
todos tendrían la suya. El jefe vigilaba sentado desde el mostrador
a los comensales y algún camarero era un niño. La comida, como
solía suceder, era tan abundante que ya tenía cena. Me quedé un
rato admirando (y dibujando) los torreones y la fascinante muralla.
Great work 🤘🤘
ResponderEliminarKeep up. 😍
Thank you very much!!!
EliminarMuy buen relato.gracias por compartir.
ResponderEliminarMuchas gracias a tí por leerlo!!
ResponderEliminar