sábado, 18 de julio de 2020

Viaje a la India (Episodio 23)

Visita a los templos jainistas de Jaisalmer

Al día siguiente, tras la rutina habitual, sólo quedaban dos chicos en la habitación con las mochilas preparadas. Me pregunté si se despedirían. Una de ellas, muy amable, quiso saber cómo había dormido, añadiendo, ¿frío, verdad? Pues sí, un poco... El aparato de aire acondicionado marcaba 23 grados. Doy fe de que funcionaba bastante bien, pero nadie dijo nada. De todas maneras, en cada cama había una manta preparada.
Supuse que el resto de los chicos estaban en el hall, pero cuando me fui a desayunar a una cafetería cercana, sólo estaban sus mochilas en la recepción. Tras volver al hostel, acabé de hacer la mochila, la dejé preparada y me fui a ver los templos jainistas. Que tenía pensado visitar. Entonces, en la puerta de entrada, me encontré con el chico portugués que ya se iba. Un tuk lo estaba esperando. Le pregunté por los demás. Se habían ido a desayunar y nos despedimos.
De camino a la ciudadela, me los crucé. Las chicas se iban a Jodpuhr en autobús a media mañana. El suizo no me estrechó la mano porque se quedaba algún día más y me preguntó qué iba a ver. (Los templos jainistas). No sé si quería venir, pero yo prefería ir solo. Hasta ese momento, me había parecido bastante soso y algo taciturno. Ya no coincidimos más. Me despedí de las chicas brevemente y sin redes sociales por en medio, seguí hacia el casco antiguo de Jaisalmer.



Fue una gozada pasear por sus intrincadas callejuelas sin tuks y contadas motos.
Visité los templos jainistas que estaban uno frente al otro. 200 rupias. Un señor con bigote que estaba por allí y con el pelo cano me acompañó y me hizo de guía espontáneo sin proponerle yo nada. Habría que pagarle después, claro.
La charla con aquel hombre mereció la pena, aunque insistió varias veces que las ofrendas (los donativos económicos) se dedicaban para mantener el templo, en ningún caso a los holyman (los hombres santos o sacerdotes). ¿Vivirían del aire? Pensé. Merodeando por el templo había alguno de estos señores, los cuales no dudaban en pedir dinero mediante alguna argucia diciendo: “Desde aquí puedes hacer una foto al techo”. Oliendo que querría dinero, le espeté, “no, gracias”. Otro sacerdote anciano me exhortó algo en hindi (que le llegué a entender por los gestos que hacía y lo enfadado que estaba) indicando un cofre que tenía cerca para que metiera dinero. ¡Qué gente tan devota! Dinero para el templo, seguramente. ¿No había pagado ya la entrada?



Los templos se conectaban entre sí mediante unas escaleras de los siglos XVI-XVII con sus impresionantes columnas y muros finamente esculpidos en mármol con todo detalle.
Le dí unas rupias al guía, el cual se quedó contentó pues me señaló otros templos jainistas que visitar. Tras agradecérselo, me encaminé a la “pizzería hindú” para pagar mis deudas. En la puerta del restaurante había una chica rubia y gordita que buscaba también al dueño. Estaba abierto, entré, le llamé, no había nadie. Me dí una pequeña vuelta para hacer tiempo. Si al volver seguía sin aparecer, se lo dejaría en un sitio escondido, donde lo pudiera encontrar con facilidad, por ejemplo, bajo las sábanas de su cama. Y así hice y me despedí de la chica. Al alejarme me pareció oír cómo una moto aparcaba, era él. Me acerqué y le agradecí su confianza y le confesé donde le había dejado el dinero, deseándole suerte en la vida.



Me dirijí hacia la otra parte de la ciudadela, donde había un antiguo cañón, recuerdo de otos tiempos. Estaba junto a un restaurante vacío con una interesante terraza con vistas a la ciudad moderna. Me pedí un té y un agua y allí me quedé un rato escribiendo y disfrutando de la tranquilidad. Mi estómago me avisó que necesitaba provisiones, pero antes quería visitar el Patun Haveli, unas de las casa típicas de la región de ricos comerciantes de varios pisos con piedra amarilla entallada con numerosas celosías.



La entrada costaba unas rupias y un joven se ofreció como guía, lo que acepté. Me empezó explicando que en realidad eran cinco palacios, de los que se podían visitar dos. Uno antiguo y adecuadamente conservado y otro más moderno. Aposté por el primero, sin dudarlo. Entendía bastante bien lo que decía. Y así, me acompañó en todo momento y se ofreció a hacerme alguna foto. La visita fue bastante amena e interesante. Después de pagarle, salí y me encaminé a unos bancos que estaban en frente de la casa, desde donde se podía disfrutar de la fachada del haveli. Se encontraba en una replaceta. En un rincón sombreado había un niño que vendía marionetas típicas del Rajastán. El crío estaba esperando a algún turista. Aunque me gustan los títeres decidí no comprar ninguno porque se convertiría en una carga y me faltaban casi dos semanas de viaje. El chico insistió tanto que me hizo una demostración, fantástica, por cierto. Le dí unas rupias que no esperaba. Entonces me comentó que las hacía él y que era un negocio familiar.
Busqué un sitio donde comer y tras callejear un rato, llegué a la puerta de entrada que formaba parte de la muralla. En esa zona había varios restaurantes, me decanté por uno con terraza, aunque posiblemente todos tendrían la suya. El jefe vigilaba sentado desde el mostrador a los comensales y algún camarero era un niño. La comida, como solía suceder, era tan abundante que ya tenía cena. Me quedé un rato admirando (y dibujando) los torreones y la fascinante muralla.





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