Todavía
me quedaba toda la tarde para disfrutar de Jaisalemer y ví en la
guía que a las afueras (creía que estaba más lejos) había un lago
con unos pequeños templetes hinduístas, alguno dentro del lago.
Preferí ir hasta allí en tuk por un módico precio, sobre todo, por
el calor que hacía.
Para
entrar al recinto, aunque era al aire libre, había que seguir un
camino y traspasar una puerta monumental. Pronto me salió al paso un
señor ofreciéndome un paseo en barca (había varias). Aunque era
barato, no me seducía la idea, y preferí tumbarme en el césped y
disfrutar del lugar. Después de un rato, saqué mi cámara con un
objetivo de larga distancia y los prismáticos que hacía poco me
había regalado mi hermana y exploré el territorio. Me dirigí hacia
los templetes, donde estaba la chica gordita del restaurante. Di una
pequeña vuelta y me fui por donde había venido, cruzándome con el
barquero que todavía tenía cara de preguntarse por qué no quería
haber subido a una de sus barcas.
Justo
al salir ví un cartel en un muro que decía que a dos minutos
andando (así fue) doblando una esquina se encontraba el Dargha
Cultural Centrum, donde había un museo con un teatro de marionetas.
Me acerqué básicamente porque tenía curiosidad por el espectáculo,
pero el anciano que lo gestionaba (también su fundador, el señor
Sharma), me dijo que no había función porque los artistas estaban
en una boda. Era un hombre muy afable que me ofreció visitar su
museo a un precio simbólico. Se trataba de una colección que había
atesorado durante años y años con esmero y cariño. Fotos,
instrumentos musicales, y una incontable serie de objetos
relacionados con el folkrore de la región. Al fondo, por una puerta,
apareció un hombre más joven, que tendría mi edad. Tras mantener
una breve conversación con él, me llevó a una sala apartada que
exhibía postales, libros, cd's, etc, en mesas alargadas.
Aquel
hombre tenía especial interés que comprara un libro en español
sobre la historia de Jaisalmer titulado “La ciudad dorada”. Un
pequeño librito escrito por el señor Sharma, cómo no. Profesor,
historiador, escritor. Su labor es admirable. Quedaba pendiente poner
una opinión positiva en un conocido portal de internet, según me
comentaron. Finalmente no compré el libro que tenía fotos algo
desenfocadas (pixeladas), pero sí que me hice con alguna postal y un
cd de música folk del desierto. Sólo me había quedado con las
ganas de ver una función de títeres. Pero, lo que a veces pasa,
que, sin esperar, cambió mi suerte porque sí que había función.
Seguramente se debió a la llegada de una pareja de turistas
(anglosajones, pensé) que hacía poco estaban merodeando por el
museo. Hasta entonces yo había sido el único visitante. Entendí
que no iban a ofrecer el espectáculo solamente para mí, pero el
señor Sharma podía haber sido más sincero. De todas maneras, dudo
que le compensara hacerlo para tres personas. Igual número de
artistas sobre el escenario: el marionetista, el tamborilero y un
cantante.
El
espectáculo duró como media hora y se sucedieron breves números
musicales con las diferentes y típicas marionetas del Rajastán: ej
jinete y su caballo, el hombre-mujer, una bailarina, un camello...
¡¿Qué
se podía pedir más!? Salí encantando y me despedí del venerable
Sharma, agradeciéndole todo. Me encaminé otra vez a la ciudad, y
paré en una tasca a tomar un refrigerio.
El
tren salía de noche, me quedaba tiempo de sobra. Llegando al
albergue, me sucedió algo muy curioso, algunos niños me rodearon
pidiéndome una foto. Aquello no era raro, pero lo sorprendente fue
que alguno de ellos me pidió un pen (lápiz). Llevaba cuatro, pero
eran más chavalines, y había leído que si daba menos de los que
eran podían pelearse. Ante este dilema, pronto apareció el padre de
uno de ellos que prefería dinero, aunque no lo ví muy necesitado.
Finalmente me quedé con un lápiz y el mismo dinero.
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