viernes, 30 de octubre de 2020

Viaje a la India (Capítulo 38)

 

Visita al parque nacional de Ranthambore

Ya por la tarde y esta vez a la hora acordada, el hombre del hostel me llevó con su moto adonde el jeep tenía una parada. La camioneta de aspecto militar, no tardó en llegar con dos mujeres indias vestidas a la manera tradicional con tres churumbeles. Uno de los niños no dejó de dar la monserga hasta que se durmió.

Al conductor del jeep le pregunté si sabía algo de lo que me había sucedido y si vendría su jefe. Lo ignoraba todo, alegando que los de la mañana son diferentes a los de la tarde. No perdería más tiempo con aquello, pues ya había decidido como solucionarlo. Emprendimos el viaje, durante el cual, realizó tres paradas más en otros tantos hoteles, a cual más selecto y con más estrellas. En uno de ellos recogió a un grupo de neozelandeses. Al final, el armatoste aquél se había llenado. Uno de los hombres del grupo se sentó a mi lado con ganas de hablar. Me contó que eran dos familias y unos amigos.

Entramos en el parque con una carretera asfaltada que después continuó adoquinada y al llegar a un puesto situado a la derecha, torcimos por un camino de tierra. Desde entonces los senderos no estaban asfaltados. Después de un rato, paramos. sin motivo ¿Nos habríamos perdido? Bromeé. El jeep aceleró como no lo había visto antes. Llegamos a una explanada donde había una charca a cierta profundidad cercada por dos jeeps más a los que llamaban gypsis. Cada uno iba con sus fotógrafos, auténticos paprazzis con objetivos profesionales.

Y en el charco, enseñando medio cuerpo allí estaba. Un tigre. Ráfaga de fotografías y el felino inmutable. Como si no hubiera nadie. Ni siquiera le llamaban la atención un par de de pavos reales que merodeaban cerca. Estuvimos varios minutos hipnotizados viendo aquel magnífico ejemplar inmóvil. Empezó a mover la cabeza y a beber agua y poco más. Salió de la charca majestuosamente subiendo por un pequeño terraplén y se tumbó sin hacer grandes movimientos durante un rato.



Hasta que nos fuimos, los otros dos jeeps se quedaron. Paramos junto a una caseta que parecía abandonada junto a un pozo bastante grande, del cual sacaron cubos de agua. Dieron la opción de darnos agua, pero, en mi caso, aunque me quedaba poca agua en la botella y estaba bastante caliente y, a pesar del soporífero ambiente, no me atreví a rellenarla. Regresamos adonde habíamos visto al tigre. Todavía estaban los jeeps donde los habíamos dejado, como si no hubiera pasado el tiempo. Antes de irnos, el animal había vuelto a la charca y allí seguía. Al amigo neozelandés le comenté que podía ser una escena donde 3 días después seguían igual y que había que encontrar las siete diferencias. Lo que daba un poco de acción y aventura eran tres pavos reales que rondaban la charca y al tigre, el cual continuaba a lo suyo, estático y meditando. Parecía que por momentos se dormía (si no lo estaba).              

Finalmente, el animal se alejó lentamente sabiendo una colina llena de pequeños árboles de ramas secas (como la mayoría del Parque). Por cierto, el paraje había empezado a ser verde y frondoso, pero a medida que nos adentramos en la espesura se convirtió en un lugar árido, donde la sequía era evidente, un cauce seco con grandes piedras me lo acabó de confirmar. 


Mientras el tigre se alejaba, los jeeps, también el mío, rodearon la colina para seguirle y esperarle para continuar viéndolo. No apareció, vinieron más jeeps que, al no verle, se dieron la vuelta y se fueron. Era hora de marchar. Añadiré que había más animales: monos y muchos antílopes, unos enormes y otros con sus familias, que no huían de los humanos. 




Y así, satisfecho y feliz, regresé y el jeep volvió a dejar a la gente donde la había recogido haciendo la ruta por los diferentes hoteles de lujo. Yo bajé el último en el punto de encuentro. El señor del hostel no estaba y me volví caminando tranquilamente. El jeep se quedó allí y un hombre que estaba cerca me preguntó si había visto tigres. Le dije que uno. A lo que contestó ...tip tip... indicando al chófer (propina, propina). ¿Qué hubiera pasado si no hubiera visto ninguno?...



  

jueves, 22 de octubre de 2020

Viaje a la India (Capítulo 37)

Una mañana en Sawai Modhapuhr, cerca del parque nacional de Ranthambore


Al día siguiente me levanté temprano, según lo acordado. A las 6 ya estaba listo el desayuno y media hora después ya estaba preparado, esperando con la ilusión de un niño el jeep para que me llevaría a ver los tigres del parque Nacional de Ranthambore. Sin embargo, empezaron a pasar los minutos y no aparecía nadie. Le pregunté al otro señor que trabajaba en la residencia, de pelo lacio y cano que chapurreaba algo de inglés (como el compañero). La verdad es que básicamente se comunicaba con gestos. Le sonó varias veces le móvil, señal que estarían llegando, pensé, pero no. En una de esas ocasiones me pasó al aparato. Era el señor de la agencia de viajes o el que organizaba el safari, entendí. Me dijo que no había más plazas, sintiéndolo mucho y me ofrecía ir en el otro turno, de tres a seis de la tarde. Acepté (¡qué remedio!) molesto y acordándome del hombre de la casa y de su santa familia. De nada servía lamentarse, iría por la tarde. Debería pensar en qué hacer aquella mañana: podía dar una vuelta, pero ¿a las 7 de la mañana? Volví a la habitación, intenté dormir y me levanté dos horas después más o menos. Subí a la terraza donde había desayunado, hice algo de yoga, bajo la atenta mirada de los hombres del hostel. Me recordó a los personajes de la película “Alguien voló sobre el nido del cuco”. No me dijeron ni pío. Volví a la habitación a asearme y me puse en camino siguiendo un camino principal sin saber adonde me llevaría. Al salir, los dos hombres estaban como si no hubiera pasado nada. Hablé con el que mandaba más y me había vendido el safari sobre el contratiempo. Me respondió que llamara a la agencia de viajes. Le dije que quería una compensación por el madrugón inútil, pues el de la agencia no se hacía responsable. Añadió que como, de todas maneras, lo haría por la tarde, no podía reclamar nada. De todas maneras, insistí y concluyó asegurándome que el de la agencia se presentaría en el tour y me devolvería 200 rupias, pero me olía que mentía y no me equivoqué. Evidentemente pensé que en realidad el que me había vendido el tour era el que se tenía que haber cerciorado que había plazas.

Me encaminé hacia el pueblo de Sawai, una carretera por la que se suceden talleres mecánicos, casas. Alrededor de la estación está la zona más concurrida. Definitivamente era un parque temático de talleres para arreglar todo tipo de vehículos. Me dijeron que había un mercado a unos dos kilómetros, pero no dí con él. Tampoco me quería alejar mucho. En un cruce de carreteras me tomé un chai. En el paseo no faltó gente que montada en moto me paraba y me preguntaba a donde iba y se ofrecía a llevarme. Incluso el señor del hostel, con el que, casualmente, me crucé. Decliné todas las invitaciones, dando las gracias. Hacía un calor infernal. Paró un profesor de inglés que me hizo la misma propuesta y, de paso, quiso llevarme a su escuela para enseñármela. También un señor que iba con un camello quiso llevarme, pero esta vez, a cambio de money. 


Llegué a un puente donde se podía ver parte de la ciudad. Lo crucé y fui hacia la zona poblada. Me paró otro indio al cual esquivé, estaba ya un poco cansado de que me parara tanta gente. Me preguntó por qué los turistas no querían hablar con ellos. Le tenía que haber preguntado si realmente había pensado el por qué. Sin embargo, me paré y lo conté mi parecer. Le confesé que, en ocasiones, no siempre (por supuesto), o querían vender algo o sus intenciones eran poco claras y no daban mucha confianza o todo a la vez. Una razón podía ser ésa. Hasta aquí lo que le dije. Me ofreció tomar un chai (otra de las razones, que se les invite a un chai). También otro dato a tener en cuenta es que muchos indios tienen bastante tiempo libre, ya sea por falta de trabajo, cultura, etc... Y siempre están dispuestos a charlar y un chai gratis. Volví al hostel, comí el arroz sobrante del día anterior y esperé que se hiciera la hora para que me llevaran al safari. (otra vez).


viernes, 16 de octubre de 2020

Viaje a la India (Capítulo 36)

 

Esperando en la estación de Ajmer y llegada a Sawie Modhapur.

Ya en Ajmer tenía que coger un tuk para ir a la estación de trenes. Curiosamente me pidió 50 rupias, menos del doble que el anterior tuk para hacer el camino inverso. Le dí 10 rupias más. Allí pensé que podía visitar Khajurao, un pueblecito famoso por sus templos jainistas y sus esculturas eróticas. (Si hubiera un tren nocturno sería perfecto, pensé). Eran cerca de las dos de la tarde y de unas diez ventanillas, tres estaban operativas. Al llegar mi turno, después de estar lidiando con un señor que intentaba colarse (circunstancia muy habitual, por cierto) y con la gente que se pegaba a la cola como si se acabara el mundo, le comenté a la funcionaria lo que quería. Me respondió enviándome a otra ventanilla, la número 5. En fin, made in India. Allí que me fui y como no podía ser de otra manera, había esperando más gente. Mi consuelo fue ver que no fui el único al que mandaron a la misma ventanilla. En la cola, conocí a una bella india que quería viajar con su familia al sur. Le llamó la atención mi libro-guía. Pasaban los minutos, y en esa taquilla no aparecía nadie, mientras que en la taquilla contigua había una mujer contando un fajo de billetes. Decidí irme, tras despedirme de la chica.

Fui a comer a un modesto restaurante dentro de la estación. Compartí mesa con un comensal. Esperé y esperé hasta que empecé a sospechar de que se habían olvidado de mí. No me había equivocado. Le volví a pedir a un camarero joven y vino rápido para responderme que el plato que me apetecía no podía ser. ¡Vaya día! Abandoné el lugar con la misma sensación que en la estación y, en un puesto cercano, me compré las socorridas samosas, unas empanadas con patatas, pimiento y cebolla y agua para acompañar.

Me encaminé hacia el andén número 5, donde me zampé los “pinchos” indios. No pasó mucho rato hasta que me abordaron sucesivamente tres chicos jóvenes, uno tras otro que llevaban unas cremalleras en las manos, auriculares alrededor del cuello y una mochila a sus espaldas. Creía que me preguntaban por el candado que llevaba en el macuto y no les hice mucho caso. Pero, en realidad, su propósito era cambiarme una cremallera medio descosida de mi “equipaje”. No le había dado mucha importancia al asunto. Recordé que a estos “cambiacremalleras” los había visto antes merodeando por otras estaciones, pero no se me había acercado ninguno. Ese día, uno de ellos me detuvo y me señaló el descosido y se ofreció a cosérmela por 100 rupias. Como no sabía lo que tardaría, le comenté que el tren no tardaría en salir. Cinco minutos después estaba como nueva. Llevaba otra mochila más pequeña y pensé que podía apañarla también, pues tenía un forro descolgado que se había enganchado con una cremallera, pero no lo hice. La verdad es que tenía ganas de subirme al tren (que ya estaba apostado en la vía) para refrescarme y que me llevaría a Sawai Madhopur. Me fijé en el número de mi vagón, estaba en el extremo opuesto. Tendría que caminar unos minutos, ya que el tren (como todos los que vi) era más largo que un día sin pan. Cuando llegué, todavía las trabajadoras estaban limpiando. Dejé lo más pesado a la entrada del vagón para poder vigilarlo y bajé para no molestar. Las limpiadoras eran dos mujeres que sacaron al poco tiempo un enorme saco lleno de basura. Tras de dí, decidí subir al vagón con literas, que estaba prácticamente vacío y me tumbé un poco. Creo que me dormí. Lo único reseñable del viaje fue el encuentro con un señor bigotudo y tripa que se sentó en frente de mí y tras saludar con la cabeza, se puso un vídeo con el móvil a un volumen considerable. Este tipo de episodios se daban de vez en cuando. Me parece que los auriculares no están muy extendidos. Busqué mis tapones y me los puse.

Llegamos a Sawai puntuales, 4 horas después. Al salir de la estación, me esperaba sólamente un “huérfano” tuk que me quería cobrar 100 rupias por un kilómetro (¿¿¡¡por un kilómetro!!??). Pactamos la mitad, aunque había más distancia y le dí un poco más. Hubiera sido imposible encontrarlo y menos de noche. El hostel era una casa grande con varias habitaciones que se hallaba en medio de campos que formaban parte de otras caseríos. El señor que me atendió era un indio ya entrado en años que tardó poco en ofrecerme el safari para ver tigres. Mientras hablábamos apareció un joven holandés, que me presentó, el otro (y único) huésped que se hospedaba allí. La habitación que me enseñó estaba bastante decente con un baño incluido. Quedamos en realizar el safari al día siguiente, dándome a elegir si ir por la mañana o por la tarde. Me decanté por el turno de la mañana temprano para huir del calor. Costaba 800 rupias y el medio de transporte consistía en un jeep con capacidad para 20 personas, pero para los extranjeros subía el precio el doble con impuestos incluidos.

También me comentó que podía hacerme algo para cenar si quería. Me leyó el pensamiento. Media hora estaba cenando un arroz frito con verduras que no me pude acabar. En ese tiempo aproveché para ducharme y lavar algo de ropa. Después de la cena me pidió que le pagara, a lo que accedí. Me fui a dormir pues el desayuno era a las 6 y media hora después, saldría hacia el parque nacional de Ranthambore ¿Se dejarían ver los tigres?



cerrojo de la habitación



viernes, 9 de octubre de 2020

Viaje a la India (Capítulo 35)

 

Una mañana en Pushkar

Al día siguiente, me levanté temprano. Mis compañeros de habitación, un señor inglés, con el que había hablado brevemente el día anterior, y su hijo se habían ido. Ni me enteré. El próximo tren que tenía que coger salía desde Ajmer a primera hora de la tarde, por lo que todavía podía aprovechar la mañana en Pushkar. Había pensado comprar algunos regalos, pero como todavía me quedaba una semana de viaje, decidí postergarlo. Descubrí que había una pequeña montaña cerca de la ciudad y en su cima un templo budista sin demasiado atractivo. Sin embargo, desde sus alturas se podía disfrutar de una vista general de la ciudad fantástica. 



Como en el hostel no daban de desayunar, me encaminé en busca de un restaurante. Aunque eran las 9 de la mañana, sus calles estaban desiertas, difícil de imaginar en otras ciudades indias en las que había estado. Parece ser que a la gente le costaba madrugar. Mis sospechas se vieron confirmadas cuando en una taberna me dijeron que abrían a las 9,30 h. Curiosamente dentro del local junto a una mesa estaban sentados un padre y su hijo pequeño que, supuse, estaban tomando algo. Se lo comenté al camarero y me contestó en hindi, lo que, claro está, no entendí y me fui. Justo en frente, me topé con un pequeño puesto que prácticamente estaba en la calle, donde había una mesita rodeada de tres asientos vacíos y allí me tomé un chai y un pastel. Mientras desayunaba, pude observar el ir y venir de la gente y reparé en una guapa y bajita mujer india que, entre sus manos, llevaba un cucurucho de papel para pintar la piel con la técnica heena tradicional. La chica también me miraba a cierta distancia hasta que me levanté, pagué y me alejé. Entonces ella me siguió. Me hizo las preguntas de siempre y me empezó a contar que tenía amigos españoles e insistió en pintarme la mano. Le deseé buena suerte. Aún así, quiso hacerse un selfie conmigo, pero el móvil no sé por qué no funcionaba. El aparato hacía fotos, pero no cuando queríamos salir juntos Evidentemente quería dinero, y como me había dicho a mí mismo, le compraría comida, lo que aceptó. Le pregunté por una tienda cercana y le compré 5 kilos de harina por 250 rupias, que es lo que eligió. En el comercio me pidió que le comprara paquetes más grandes, pero se llevó lo que acordamos en un principio, dándome las gracias.


Me quedé pensando cuanta gente podría vivir así, acostumbrada a pedir, y pedir más, hasta el próximo viajero o turista. ¿No queda otra opción? ¿Es tan difícil encontrar un trabajo? Habría que estar en su lugar, sin duda. Desde occidente todo puede parecer más fácil.

Después de aquello, fui en busca de la montaña. De camino descubrí que Pushkar está rodeado de tres colinas, de las cuales dos de ellas están coronadas por un templo cada una. Tras seguir una circunvalación que cercaba la ciudad, dando una gran vuelta según indicaciones tecnológicas, retorné a la ciudad y, casualmente, encontré un gran cartel que indicaba mi destino. A medida que me alejaba de la ciudad, había unos cuantos camellos amarrados que no tenían más remedio que esperar para adentrarse en alguna excursión en la inmensidad del llano desértico.


Para subir la menuda montaña había una gran escalera que, a primera vista, exigía estar en forma. Tengo que añadir que también había un teleférico al que no subí al carecer de mucha emoción. (O quizá demasiada, pero quitándole algo de esfuerzo). Al inicio de la colina, se asomaban algunos puestos donde vendían refrigerios, donde compré una imprescindible botella de agua, no muy fría, por cierto. La escalinata era de piedra roja y, al principio, los peldaños no eran muy altos pero, a medida que se alcanzaba mayor altura, pasaron de un palmo a medio metro. 

Al final, reconozco que me costó llegar a la cumbre. Allí me topé con una mujer y su hija adolescente y un chico que estaba barriendo con una escoba los alrededores. El muchacho también limpió los últimos peldaños que daban al templo, a pesar de que había zapatillas de gente que estaba dentro. El templo no tenía mucho interés, como atestiguaba la guía. Lo verdaderamente notable eran las vistas, de las que disfruté unos minutos haciendo algunas fotos. Les ofrecí agua a la madre y a la hija pues hacía calor, lo que aceptaron. Poco después llegó una chica que había subido con su familia, a los que había adelantado por el camino. También le di un poco de agua que no rechazó. El siguiente en aparecer fue su hermano pequeño, pensé.



Desde lo alto se veía otro camino que iba directo al corazón de la ciudad. No era ni mediodía, por lo que emprendí la vuelta con tiempo suficiente para recoger mis cosas, pagar e incluso reservar el hostel en Agra aprovechando que había wifi en el albergue. Allí me despedí del chico que me había atendido muy amable y me fui en un tuk hacia la parada de autobuses que me llevaría a Ajmer. Llegué justo cuando acababa de salir. El próximo saldría en media hora. Me tomé un chai tranquilamente y esperé.

viernes, 2 de octubre de 2020

Viaje a la India (Capítulo 34)

 Llegada a Pushkar y visita al lago sagrado

El siguiente destino era Pushkar, una ciudad santa nacida a las orillas de un lago sagrado. De hecho, Pushkar significa “estanque de los lotos”. Para llegar hasta allí el medio de transporte necesario era un autobús, que salía desde su estación, aunque también se podía ir en tuk por 300-400 rupias. Como no me fiaba del todo porque había bastante distancia, opté por el transporte público, por tan sólo 20 rupias. El autobús iba “hasta la bandera” y tuve que ir de pie. Al llegar, un tuk me llevó hasta el albergue que estaba muy céntrico y bastante cerca del lago sagrado. (Tampoco Pushkar es una ciudad enorme, más bien al contrario). El hostel se organizaba a partir de un parque con césped, diversos árboles y alguna mesa donde comer. A su alrededor estaban dispuestas las casas bajas y menudas. Todavía no eran las 10 de la mañana y faltaban unas cuatro horas para poder registrarme. Quería ducharme y descansar. Lo primero era imposible, pero lo segundo... también, aunque había un pórtico con varios colchones que no presentaban un aspecto muy aseado. Decidí dejar mis cosas al chico de recepción y me fui a dar una vuelta. La ciudad aún estaba tranquila. La primera calle por la que me encaminé estaba flanqueada por tiendas de souvenirs, incluso de música, donde compré un cd de Krishna Das. También en otro puesto, compré algo de comer. Irremediablemente llegué al Lago. Los devotos hindúes creen que sus aguas, rodeadas de 52 ghats o escalinatas que conducen al estanque, son milagrosas, pudiendo lavar los pecados y de sanar enfermedades de la piel. Los fieles se sumergen en sus aguas antes de dirigirse al único templo (o uno de los pocos según el libro-guía) de la India dedicado al dios Brahma. La imagen era preciosa. Allí había unas vacas y les quise hacer unas fotos con el lago de fondo.


No imaginé las consecuencias que me acarrearía tan insignificante acto. Justo en ese momento apareció un saddhu descalzo con una túnica de color azafrán con la intención de ofrecerme una flor, que rechacé. (Por cierto, Pushkar fue uno de los paraísos hippies en los años sesenta). Entonces puso el grito en el cielo, haciéndome señas de que no se podían hacer fotos al lago por ser un lugar sagrado. No sé de dónde salió otro indio y le comento que sólo quería fotografiar a las vacas y que lo ignoraba. Otro señor también vino diciendo respect... A lo que le contesté que también me respetara a mí. En las escaleras que daban al lago había letreros que prohibían fumar o ir calzado. Pero, de verdad, prometo que al llegar, no me fijé.

El ofrecimiento tan generoso de la florecillla por parte del saddhu ya lo conocía. Lo había leído en la guía y avisaba que era una trampa que podía salir muy cara. No me gusta generalizar y meter a todo el mundo en el mismo saco. Es respetable que los saddhus hayan elegido vivir de manera ascética y austera, con más o menos fe, de manera marginal. Sin embargo, no me parece muy ético vender florecillas para sobrevivir y expresar tamaño enfado por no comprársela. En fin, que cada cual saque sus conclusiones y que su karma le acompañe.

Seguí mi paseo rodeando el lago descalzo, algo atrevido en un día soleado y con un calor de justicia, lo que hacía que sobre el cemento que pisaba pudiera freírse un huevo. Acabé por acostumbrarme un poco. En una zona del lago se amontonaban los pequeños callejones (ghats) para llegar a sus aguas. A pocos metros más asomaban tiendas de todo tipo. Aún quedaban un par de horas para registrarme en el hostel y volví sobre mis pasos y, al llegar, me tumbé en el césped. Me quedé dormido hasta que me despertó el recepcionista. Media hora antes de lo establecido, me dio una cama en una de aquellas casas de planta baja, donde había dos literas con cuatro catres en total.


Mientras estaba descansado vi en una casa cercana, a un par de chicas que hablaban un inglés con un marcado acento español y me acerqué a ellas. Les pregunté si eran españolas. Casualmente eran de Barcelona y estaban recogiendo sus cosas para dejar Pushkar. Su siguiente destino era Jaipur. Habían estado cuatro o cinco días en Pushkar. Me quedé pensando qué habrían hecho tantos días aquí, pues para ver la ciudad con un día o dos era suficiente...

Me fui en busca de un lugar donde comer y me decanté por un restaurante cercano con vistas al lago y volví a la habitación, ahora sí, para descansar. Como hacía un calor tremendo, 37 grados, me quedé allí hasta bien entrada la tarde... Después de unas horas, me encaminé a conocer más la ciudad. La primera parada fue el templo dedicado a Brahma, (que había comentado antes). Había sido construido en el siglo XIX y era bastante colorido. Me extrañó que su tamaño fuera modesto.


Tras una rápida visita, me perdí por las retorcidas callejuelas de la ciudad, vacías de tiendas y también prácticamente de gente. Quería descubrir la vida cotidiana de sus habitantes. Casi me topé con más vacas que humanos, que campaban a sus anchas. Volví al lago y, de camino, una mujer con tres churumbeles me pidió dinero, con un gesto de querer llevarse algo de comer a la boca. Ante mi primera negativa, me contestó que prefería comida. Me indicó que en una tienda cercana vendían lo que quería: un paquete que contenía geeh (unas especie de mantequilla). Me comentó que le duraría unas dos semanas. El paquete costaba 250 rupias, unos 3 €. También me señaló otro paquete de la misma marca, pero más grande que costaba el doble. Con el pequeño creo que ya tenía suficiente. Alcancé el lago, preguntándome si harían algún tipo de ceremonia al anochecer como en Haridwar, pues no. Al menos, ese día. Sin embargo, la panorámica nocturna no tenía desperdicio. Una delicia.