Esperando en la estación de Ajmer y llegada a Sawie Modhapur.
Ya en Ajmer tenía que coger un tuk para ir a la estación de trenes. Curiosamente me pidió 50 rupias, menos del doble que el anterior tuk para hacer el camino inverso. Le dí 10 rupias más. Allí pensé que podía visitar Khajurao, un pueblecito famoso por sus templos jainistas y sus esculturas eróticas. (Si hubiera un tren nocturno sería perfecto, pensé). Eran cerca de las dos de la tarde y de unas diez ventanillas, tres estaban operativas. Al llegar mi turno, después de estar lidiando con un señor que intentaba colarse (circunstancia muy habitual, por cierto) y con la gente que se pegaba a la cola como si se acabara el mundo, le comenté a la funcionaria lo que quería. Me respondió enviándome a otra ventanilla, la número 5. En fin, made in India. Allí que me fui y como no podía ser de otra manera, había esperando más gente. Mi consuelo fue ver que no fui el único al que mandaron a la misma ventanilla. En la cola, conocí a una bella india que quería viajar con su familia al sur. Le llamó la atención mi libro-guía. Pasaban los minutos, y en esa taquilla no aparecía nadie, mientras que en la taquilla contigua había una mujer contando un fajo de billetes. Decidí irme, tras despedirme de la chica.
Fui a comer a un modesto restaurante dentro de la estación. Compartí mesa con un comensal. Esperé y esperé hasta que empecé a sospechar de que se habían olvidado de mí. No me había equivocado. Le volví a pedir a un camarero joven y vino rápido para responderme que el plato que me apetecía no podía ser. ¡Vaya día! Abandoné el lugar con la misma sensación que en la estación y, en un puesto cercano, me compré las socorridas samosas, unas empanadas con patatas, pimiento y cebolla y agua para acompañar.
Me encaminé hacia el andén número 5, donde me zampé los “pinchos” indios. No pasó mucho rato hasta que me abordaron sucesivamente tres chicos jóvenes, uno tras otro que llevaban unas cremalleras en las manos, auriculares alrededor del cuello y una mochila a sus espaldas. Creía que me preguntaban por el candado que llevaba en el macuto y no les hice mucho caso. Pero, en realidad, su propósito era cambiarme una cremallera medio descosida de mi “equipaje”. No le había dado mucha importancia al asunto. Recordé que a estos “cambiacremalleras” los había visto antes merodeando por otras estaciones, pero no se me había acercado ninguno. Ese día, uno de ellos me detuvo y me señaló el descosido y se ofreció a cosérmela por 100 rupias. Como no sabía lo que tardaría, le comenté que el tren no tardaría en salir. Cinco minutos después estaba como nueva. Llevaba otra mochila más pequeña y pensé que podía apañarla también, pues tenía un forro descolgado que se había enganchado con una cremallera, pero no lo hice. La verdad es que tenía ganas de subirme al tren (que ya estaba apostado en la vía) para refrescarme y que me llevaría a Sawai Madhopur. Me fijé en el número de mi vagón, estaba en el extremo opuesto. Tendría que caminar unos minutos, ya que el tren (como todos los que vi) era más largo que un día sin pan. Cuando llegué, todavía las trabajadoras estaban limpiando. Dejé lo más pesado a la entrada del vagón para poder vigilarlo y bajé para no molestar. Las limpiadoras eran dos mujeres que sacaron al poco tiempo un enorme saco lleno de basura. Tras de dí, decidí subir al vagón con literas, que estaba prácticamente vacío y me tumbé un poco. Creo que me dormí. Lo único reseñable del viaje fue el encuentro con un señor bigotudo y tripa que se sentó en frente de mí y tras saludar con la cabeza, se puso un vídeo con el móvil a un volumen considerable. Este tipo de episodios se daban de vez en cuando. Me parece que los auriculares no están muy extendidos. Busqué mis tapones y me los puse.
Llegamos a Sawai puntuales, 4 horas después. Al salir de la estación, me esperaba sólamente un “huérfano” tuk que me quería cobrar 100 rupias por un kilómetro (¿¿¡¡por un kilómetro!!??). Pactamos la mitad, aunque había más distancia y le dí un poco más. Hubiera sido imposible encontrarlo y menos de noche. El hostel era una casa grande con varias habitaciones que se hallaba en medio de campos que formaban parte de otras caseríos. El señor que me atendió era un indio ya entrado en años que tardó poco en ofrecerme el safari para ver tigres. Mientras hablábamos apareció un joven holandés, que me presentó, el otro (y único) huésped que se hospedaba allí. La habitación que me enseñó estaba bastante decente con un baño incluido. Quedamos en realizar el safari al día siguiente, dándome a elegir si ir por la mañana o por la tarde. Me decanté por el turno de la mañana temprano para huir del calor. Costaba 800 rupias y el medio de transporte consistía en un jeep con capacidad para 20 personas, pero para los extranjeros subía el precio el doble con impuestos incluidos.
También me comentó que podía hacerme algo para cenar si quería. Me leyó el pensamiento. Media hora estaba cenando un arroz frito con verduras que no me pude acabar. En ese tiempo aproveché para ducharme y lavar algo de ropa. Después de la cena me pidió que le pagara, a lo que accedí. Me fui a dormir pues el desayuno era a las 6 y media hora después, saldría hacia el parque nacional de Ranthambore ¿Se dejarían ver los tigres?
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