lunes, 28 de diciembre de 2020

Viaje a la india (Capítulo 46)


En la estación de Kajuraho (teatro improvisado)

Después de comer, nos quedamos un rato en el restaurante enseñándole fotos del viaje a la chica, vídeos y hablándole de mi trabajo. Para alargar la estancia pedí un chai y me eché un poco. Los asientos eran alargados sofás pero sin respaldo. Como almohada me sirvió la funda de la cámara de fotos.

Ya no hacía tanto calor y acordamos dar una vuelta por los alrededores, rodeando un lago cercano, la chica descubrió que se hallaba un antiguo templo y allá que nos dirigimos. Gran parte del lago estaba invadido de grandes hojas de nenúfares y se podía bajar hasta sus aguas través de unos escalones. Algunos chicos se estaban bañando en ellas, aunque no invitaban mucho a ello. Llegamos al templo que estaba en ruinas. Una valla lo custodiaba y dentro del cercado un guardia estaba tumbado en un especie de carreta cubierta. Casi no sabía inglés ¿Se podía visitar? Pues sí. Sólo se conservaban enormes piedras de forma cuadrada, con algún muro de lo que pudo haber sido en su día una sucesión de altares. Regresamos tranquilamente adonde habíamos quedado con el tuk por la mañana. Antes de llegar nos topamos con un hombre, amigo del tuk, que ya nos estaba esperando. Nos dijo que su amigo había tenido un problema (se le había mojado el móvil en casa) y que él le sustituiría. Si era verdad o no, sólo él lo sabría. Nos trasladó como si hubiera sido el “titular” por el precio pactado hasta la estación. Allí recuperamos nuestros equipajes entre una turba ingente que se arremolinaba en torno a las taquillas para comprar billetes como si se acabara el mundo.

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Los amigos chinos se fueron pronto a Agra y a mí me quedaban unas cuantas horas de espera. Aproveché para continuar con el diario, pues no me quedaba mucho para terminar los libros que me había traído. Todo hacía pensar que sería una tarde tranquila. Pero, los indios son muy curiosos, tampoco todos, porque todos son muchos, pero ante un viajero y solo les llama la atención. Como de costumbre era el único forastero en la estación y poco a poco se fueron acercando como animales hambrientos olisqueando algo. Se sentaron a mi lado como quien no quiere la cosa. Al principio, uno de ellos, de ojos saltones, me empezó a hacer gestos para que le comprara un chai o algo de comer. Era padre de familia con dos niños. Dando ejemplo de lo que hay que hacer cuando se ve a un forastero. Me trajo al pequeño a ver si me daba pena. Sin embargo, iba bien vestido, con una camisa nueva y unos pantalones que no hacían pensar que fuera alguien que no trabajara. Además, sus manos eran toscas y duras. Poco a poco se fue desarrollando una conversación de besugos, pues no hablaba inglés. Uno de sus hijos sí que lo entendía y se acercaron algunas personas más. Me costaba comprender sus gesticulaciones. Me había visto sacar las cámara de fotos para hacer unas instantáneas a la luna, que estaba soberbia. Quería que fotografiara a una paloma que estaba escondida en el techo de la estación. De vez en cuando volvía a pedirme un chai. Al espontáneo espectáculo se sumó un niño que tendría 11o 12 años que sabía inglés, que me traducía lo que yo le decía. La situación era muy teatral, pues no sé por qué motivo se negaba a hablar en hindi, quería comunicarse como fuera a base de gestos, que, en ocasiones eran desconcertantes, abriendo más los ojos, por si no los tenia ya bastante salidos de sus órbitas. Poco a poco se acercó más gente e hizo un corro. Bromeando les pedí algo de dinero por el show. El niño traductor se lo pasaba en grande y también algún adulto, entre ellos, la madre del artista (no la mía). Me pidió un bolígrafo que llevaba y se lo dí, pero nada de chais ni comida, aunque se pusiera pesado. Yo como si fuera un indio sioux le decía: “Tu trabajar, bien vestido, ganar dinero, pagar tus cosas”. En esta extraña escena, se sentó a mi vera otro hombre, que se había arrimado antes a mis pies junto al banco, como si fuera un perro fiel. Tampoco tenía aspecto de pasar hambre. Le pregunté si era el abogado del otro, pues le apoyaba en lo que intentaba decirme. Descubrí que eran hermanos. Me indicaban mis brazos y mis piernas. ¿Os gustan? Les pregunté. A pesar de los 40 grados que podía hacer, llevaban camisas de manga larga y pantalones hasta los tobillos.


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Como suele suceder muchas veces, la obra teatral fue decayendo y el público empezó a abandonar el lugar. Mientras el hermano quería mi número de móvil para cuando fuera a España. Quería acompañarme. “¿Y tu mujer lo sabe?” Le pregunté. Además tenía tres hijos. Su idea era vivir conmigo. Total, que había ligado (otra vez). En fin, ya me había cansado y me alejé unos metros y volví al diario. La madre de los humoristas se había fijado en la botella metalizada que llevaba ajustada a la mochila junto a la esterilla y se la regalé. La mujer se fue tan contenta por el tesoro conseguido. Tenía otra más pequeña.


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La improvisación no sé lo qué había durado, pero ya había anochecido y tenía ganas de cenar. Me había sobrado algo de comida, pero quería acompañarlo con una samosa. Sin embargo, cuando fui al único puesto de comida que había en la estación, no quedaban.

Llegó el tren a la vía dos y los pasajeros tuvimos que cruzar las vías. Ya dentro, conocí a una pareja de jóvenes indios que me bombardearon a preguntas. Hubo tantas que alguna era original: ¿Te has encontrado con gente de tu país? ¿Por qué viajas solo? ¿Podrías viajar en grupo con gente que conoces? A los diez minutos ya me había solicitud mi amistad por facebook. Me pidieron que les cambiara el sitio, para estar más juntos. Tan cerca se tumbaron que compartían la misma litera hasta que vino el revisor y les llamó la atención. No tardé en dormirme de un tirón hasta las 7 de la mañana. Al despertar, noté que había más gente en el compartimento. Faltaban unas horas todavía para llegar y me volví a dormir.

lunes, 21 de diciembre de 2020

Viaje a la india (Capítulo 45)

 Llegada a Kajuraho

Para ir a la estación de trenes debía ir en tuk y negocié la tarifa, a pesar de que ignoraba que estuviera tan lejos. Había que ir a una distinta terminal, como había más trecho, le pagué lo que me había pedido en principio. Como llegué con tiempo suficiente, tuve que hacer tiempo, durante el cual me encontré con Ahmed, un joven estudiante de Bophal, con el que estuve charlando hasta que su tren llegó. Poco mas tarde llegó el mío. El próximo destino era Kajuraho.

Durante el trayecto, no dormí bien, incluso pasé frío por el aire acondicionado, aunque tenía una manta. El tren arribó pasadas las 6 de la mañana, antes de lo previsto. Un día era suficiente para visitar el pequeño pueblo. Por la noche cogería un tren hacia Varanasi (Benarés). Para ir más ligero, decidí dejar el equipaje en el depósito. Por suerte, estaba abierto. Pero antes desayuné algo allí mismo, donde había poco donde elegir. Un pequeño puesto que ofrecían chai y galletas. Volví a las taquillas, que, en realidad también, servían como guardamaletas.

Al llegar, se me adelantaron una pareja de chinos, que no sólo querían deja una mochila, sino también comprar los billetes para ir a Agra esa misma tarde. Mientras esperamos la chica los compró por internet y, poco después, dejamos las cosas.



Al salir de la estación, un tuk me empezó a atosigar ¡Qué impaciencia! No había otra opción porque hasta el pueblo había 5 kilómetros. Tras negociar el precio, les propuse a la pareja oriental (que estaban cerca) que podíamos ir juntos y así pagar menos. El tuk nos intentó vender un tour por los templos que había a las afueras, al Sur. La pareja se declararon como estudiantes, (sinónimo de ser pobres), aunque después la chica me contó que, en realidad, trabajaba. Durante el camino, estuve hablando con ella porque él no tenía ni “pa-pa” de inglés. Me llamó la atención que ella era la que llevaba el dinero y pagaba, vamos, la voz cantante. Decidí pasar el día juntos y, aunque no hablamos mucho, estuve cómodo y la compañía me resultó agradable. Y así, visitamos los templos llamados del Oeste (500 rupias para extranjeros, 30 rupias para nacionales) que se aglutinaban en un recinto ajardinado. Tranquilamente descubrimos las esculturas tan sensuales y explícitas que atraen a los viajeros. Pero, debo admitir que sin ellas, también los templos merecen la pena, todo sea dicho. Templos con más de mil años de historia. Como cualquier lugar sagrado había que quitarse el calzado para entrar. La pareja china, muy prácticos, me dio una bolsa de plástico para meter las zapatillas y llevarlas en la mano, pues de un templo a otro había cierta distancia y era pesado calzarse y descalzarse cada vez. Como era temprano y el sol no abrasaba, pude ir de uno a otro descalzo durante toda la visita. 

Quedaba por acercarse al pueblo que se encontraba a poca distancia. Una antigua aldea con templos similares, pero más pequeños y peor conservados, según el libro-guía. Durante el recorrido nos acompañó y guió un chico llamado Vicky (como el amigo del tuk de Agra, por cierto). Le pregunté si lo hacía por dinero. Había que dejar las cosas claras desde el principio. Me contestó que no. Tuve que tranquilizar a la pareja oriental, pues los sentí algo inquietos. El guía se dirigía a mí en todo momento, contándome curiosidades de su pueblo y por las callejuelas que íbamos serpenteando. La pareja oriental nos seguía sin interés por lo que Vicky decía. Llegamos a la escuela de la aldea. Nos abrió sus puertas y nos explicó cómo funcionaba a base de voluntarios. Tenían su aula con máquinas de coser, imprescindibles o muy importantes, sobre todo, para las niñas. Nos presentó al director de la escuela. Gafas de sol, anillos dorados en las manos y muy entusiasta. Orgulloso de su escuela nos acabó llevando a su despacho para sentarnos y enseñarnos fotos, donaciones y una página web holandesa que gestionaba la escuela. La escuela estaba vacía. No sé qué día era de la semana. Estaba claro que quería que contribuyéramos económicamente. Yo hice mi aportación convencido de que era una buena acción; podría servir para uniformes, todos iguales para luchar contra el sistema de castas, el cual todavía sigue vigente. Y si fue un timo, pues allá ellos con su karma. Los chicos se mostraron mudos y cuando se les preguntó que querían donar, me adelanté antes de que abrieran la boca, diciendo: “Son estudiantes”. El hombre se dio por satisfecho y salimos del pueblo dirección a las afueras. Vicky me siguió acompañando y descubriéndome que sabía palabras en varios idiomas, incluso en chino. Le pensé en invitar y le pregunté qué le apetecía o si quería dinero. Había estado una hora con nosotros. No quería dinero , sino... ¡un diccionario! Una sorpresa de lo más agradable. Hindi-english. Fuimos a una librería cercana. El vendedor nos sacó dos voluminosos y pesados libros, uno plastificado y el otro no. Me enseño el precio que estaba en las primeras páginas y se lo compré. Me confesó que lo compartiría con su amigo que también nos había seguido en la sombra. Nos despedimos intercambiando números de teléfono y algún selfie. Después de aquello, la pareja oriental y yo nos fuimos a comer a un restaurante, bastante moderno para lo que era el pueblo, estaba abierto, pero permanecía a oscuras. Era barato, pedimos y durante la espera los chicos estuvieron apegados a sus móviles. Al acabar, aún quedaban tres horas para reencontrarnos con el tuk que nos había traído hasta el pueblo. Decidimos hacer tiempo allí hasta que el calor no fuera tan sofocante y dar un paseo.


domingo, 13 de diciembre de 2020

Viaje a la India (Capítulo 44)

En un bazar callejero en Agra

Nada más bajarme del tuk vi una heladería y con el calor que hacía fui directa a uno. Segundos después una joven y hermosa india con un churumbel en sus brazos y otro niño a su lado, me pidió un helado. Le expliqué que eso no era comida, que le podría comprar algo de comer, pero no un helado. Me entendió perfectamente, pues me guió a un puesto de comida cercano y al dependiente le pedí dos platos de comida llenos de verduras para ella y sus hijos. Le pregunté si quería también “pani” (agua, había aprendido algunas palabras básicas en hindi) a lo que asintió. Nadie me volvió a pedir. Paseé por una de las calles principales del zoco con una ancha acera y dos hombres sucesivamente me siguieron para meterme en sus tiendas, lo que no consiguieron. Giré por una de sus calles y me perdí por otras, unas más animadas y otras casi vacías hasta que llegué a una plaza, donde se podía oír una estridente música que provenía de una de sus estrechas callejuelas. Me acerqué. Trompetas, bombos y platillos. Todos iban vestidos elegantemente con colores la mar de llamativos. Los músicos tocaban delante de una casa con una puerta abierta de par en par. Les pedí permiso para grabar y hacer alguna que otra foto. No se opusieron, aunque un músico quería dinero. Le contesté que un profesional nunca debería pedir dinero (mientras toca, claro). Lo que está claro es que no les da vergüenza pedir dinero. Si ya me lo habían hecho niños bien vestidos, cómo no los adultos.







En un momento dado, los músicos pararon de tocar y sentí que mi presencia no era muy bien vista y me fui. Di una gran vuelta y, al final, no sabía donde estaba, la tecnología me salvó de llegar a tiempo adonde había quedado con el tuk. De regreso, un anciano me ofreció, (como otros anteriormente, pero con menos canas), subir en su, digamos, bicitaxi humano, una bicicleta enganchada a un carro. El hombre insistió tanto que le intenté explicar que lo que hacía era inhumano y que no me subiría, aunque entiendo que era su manera de ganarse el pan.

Poco después, fui testigo de un accidente. Iba pegado al arcén por una calle, que no tenía acera y, a mis espaldas, escuché un golpe. Una moto se había caído de lado, parece ser que había ido al suelo al esquivar un coche o el coche a la moto.

El coche era un taxi, del cual salió su conductor visiblemente enfadado, a pesar de que a su vehículo no le había pasado nada. Ayudé a levantar la moto y le pregunté a su piloto si estaba bien. “Sin problemas”, me dijo. Casualmente hacía días me preguntaba cómo no había visto un accidente. Es un milagro. Además, casi nadie de los conductores de las motos lleva casco y, en ocasiones, van subidas tres personas y familias de hasta cuatro miembros.

Llegué al lugar donde había quedado con el tuk y le quise invitar a un chai, pero hizo una contra oferta difícil de rechazar. Conocía un sitio donde vendían cerveza barata, un store, es decir, un almacén donde, como otras cosas, era más barata si la compraba un nacional que un extranjero. Paramos en frente de aquel lugar en un pequeño descampado junto a un taller mecánico. Y en compañía de unas cervezas nos contamos nuestras vidas. Le invité a una y pagamos otra a medias. Al principio me dijo que no estaba casado, lo que me extrañó, para confesar después que tenía cinco hijos. Me preguntó por la vida en España. Bebimos dentro del tuk, pues a la policía no le gustaba ver gente que bebiera a plena vista.

Me presentó a su amigo, el mecánico. Mientras tanto anochecía. Yo tenía que volver al hostel y él con su familia. Durante el camino, noté que le había subido el alcohol, pero llegamos bien. Me pregunté cómo le recibirían en su casa. Por cierto, me confesó que no estaba enamorado de su mujer, y que guapa, guapa no era, pero hizo caso a su familia, aconsejándole que era lo que le convenía. Me llevó al hostel y nos despedimos.

Allí uno de los jóvenes empleados, después de enseñarme unos vídeo con el móvil, me dijo que me invitaba a un chai si subía a la terraza. Y así lo hice. Allí coincidí con los compañeros de la habitación, dos mexicanos y una argentina. También un chico holandés que lo había visto charlando con los otros en mi habitación, pero que no dormía con nosotros. Las chicas estaban bailando canciones actuales de fondo a gran volumen. El chico holandés me reconoció y me invitó a sentarme con él. Después de comentarnos nuestros avatares en la India, me habló de un proyecto que tenía en mente, mitad ONG, mitad hostal enfocada a niños, aunque sabía ni donde ubicarla ni cuando. De momento, prefería adquirir experiencia y seguir aprendiendo. Tenía dudas porque estaba enamorado. ¡Ay, el amor! Se hizo la hora de marchar deseándole lo mejor. Me cayó bastante bien.




sábado, 5 de diciembre de 2020

Viaje a la India (Capítulo 43)

Visita al parque Taj

Tras visitar el Taj Mahal, me dirigí hacia una calle flanqueada de las inevitables tiendas de souvenirs que se combinaban con modestos sitios para tomar algo, hoteles y comercios locales. Paré en uno para desayunar. Volví hacia al hostel sin saber muy bien adonde ir después. ¿Qué podía mejorar aquello? ¿Después de admirar tal belleza? El paseo se convirtió en un “bombardeo” de tuks, por un lado y vendedores, por otros. Unos con el objetivo de llevarme a algún sitio y los otros que les comprara algún producto que ofrecían. Más de una vez, se mostraron muy pesados.


A mano izquierda vi un cartel que anunciaba un pequeño parque llamado simplemente Taj con animales en libertad (sobre todo pájaros). Entrar costaba 100 rupias, algo razonable. De todas maneras, le pregunté al vigilante de la puerta cómo era el parque, si era grande, etc. Me comentó que tenía un lago y se podían disfrutar de unas vistas panorámicas del Taj Maha. Finalmente accedí. Aquel paraje tenía más o menos vegetación, según los tramos, y un primitivo camino empedrado que se bifurcaba en otros que subían y bajaban por pequeñas colinas. 


Me adentré en el parque que era mayores dimensiones de lo que pensaba. Llegué hasta el citado lago y pude ver una vez más el Taj Mahal de lejos. Aquel lugar era idóneo para jóvenes parejas que buscaban intimidad, lejos del ajetreo y del gentío de la ciudad. Daba igual que hiciera un sol de justicia y que fuera mediodía. Me tumbé a la sombra de un árbol, intenté dormir un poco. La noche anterior no había dormido mucho por el obligado madrugón, pero no lo conseguí. A unos 30 metros más o menos, había una joven pareja de indios heterosexual. Al reanudar mi camino, pasé cerca de ellos y el chico me invitó a quedarme con ellos para hablar un rato. Acepté. Él le estaba dando clases de inglés a ella, que era su novia. El chico contaba con 27 años y ella 20 e iba vestida con el tradicional sari. Y empezaron a confesarse. Pronto el tema de la conversación devino hacia un tema trascendente, por lo menos, para él: el matrimonio. Él quería casarse y ella no lo tenía tan claro o su familia, lo que le inquietaba. Me pidió que que le diera mi opinión. También me preguntó cosas de España, que a veces le entendía y otras me costaba seguirle. Después de unos minutos, terminé la charla de manera amistosa, deseándoles lo mejor y me alejé. ¿Qué decirles de sus dudas matrimoniales? Eran tan jóvenes... Unos polluelos.


De camino a la salida, me fui topando con más parejas. Ya en la puerta del parque, le comenté al portero mi satisfacción por la visita. Reemprendí la marcha hacia el hostel. A los pocos metros me fijé en un cartel que ponía que se alquilaban bicicletas. Pensé que estaría bien pillar una porque Agra tiene un recinto con más monumentos, pero bastante alejados, (Siwandra). Alquilar una bicicleta costaba 150 rupias, bastante asequible, no tan rápido como un tuk, pero más barato, sano y menos contaminante.

Pero, hacía mucho calor y debería pedalear después de comer. De camino al hostel me lo seguí pensando. Finalmente rechacé la idea. Tras llenar el estómago, descansé un poco y miré que podía visitar o cómo podía ir allí sin bici en transporte público. Había que ir a la estación de autobuses y desde allí subir a uno dirección Matura. Un tuk esperaba en el hostel y le dije que quería ir a la estación de autobuses. Uno de ellos me explicó que para llegar allí tardaría mucho. Negocié la carrera por 300 rupias y arrancó. No iba muy rápido y tras 5 minutos paró. Me dijo que le estaba esperando su hermano (me lo debería creer). He de decir que fue el mismo que me había llevado al Fort el día anterior por un buen precio. Me comentó que lo más sensato era elegir otro destino. “¿Por qué no el Sada Bazar?” me planteó. Estaba más cerca y me ofrecía 200 rupias con espera incluida. No estaba mal. No es que me atrajera mucho porque no pensaba comprar nada y podía ser asediado por infinidad de vendedores, pero podía ser una buena oportunidad para ver la vida cotidiana de Agra. Y allí que nos fuimos.

No me arrepentí. El bazar aglutinaba unas cuantas calles llenas de tiendas locales, en la que se podía ver algún que otro turista, pero era un mercado local. Tampoco la zona era muy grande y acordé con el tuk un punto de reencuentro una hora después.



sábado, 28 de noviembre de 2020

Viaje a la Inida (Capítulo 42)

Visita al Taj Mahal

Tal y como quedamos a las cinco de la mañana estaba en la puerta del hostal de las chicas esperándolas. Tras saludarnos, me dijeron que no habían descansado mucho ya que... “Eso de dormir en una cama que no es la tuya...” Una de ellas también se quejó de la que la comida india no la tragaba (nunca mejor dicho). Entre estos comentarios nos dirigimos hacia el Taj Mahal a través de una calle ancha y sin coches. Todavía no había amanecido. En poco minutos habríamos llegado. Rebasamos varios autobuses llenos de gente que estaban parados a los lados del amplio sendero. De repente, caí en la cuenta de que había dejado cargando en el hostel la batería de la cámara de fotos. Volví a por ella corriendo. Quedé con las chicas que nos veríamos más tarde. Después de la carrera, regresé a tiempo para coincidir con ellas en la entrada. Ya habían comprado la entrada, pero tuvieron que acercarse al cloakroom (taquilla) para dejar ciertas cosas que no se podían llevar encima, como, por ejemplo, comida, objetos punzantes, etc (Estaban dejando unos chicles). El día anterior les había comentado, que, según el libro-guía, había que llevar lo mínimo. Por lo visto, no me hicieron mucho caso. Mientras tanto, compré la entrada. En las taquillas regalaban una pequeña botella de agua fría que estaba incluida en el precio. Excepcionalmente pagué con tarjeta, por no sacar más dinero. Ya me quedaban pocos días de viaje.


Ya había cola a esa hora, un grupo de estadounidenses, me pareció. Unos guardias realizaban cacheos minuciosos, abrían bolsos, etc... Y por fin, pude entrar, ni rastro de las chicas. A la derecha un gran portón de piedra roja dejaba entrever el espectacular monumento. Allí estaba el Taj Mahal, aquella maravilla impertérrita, ausente de lo que pasara, majestuosa, como seguramente cualquier otro día, preparada para dar la bienvenida a 15.000 personas. El monumento más visitado del mundo. Por algo será. Vi a los lejos a las chicas en la cola para entrar al mausoleo. “¡Qué prisas!”, pensé y decidí hacer el recorrido a mi aire. Después de acercarme a la edificación, me fui hacia la izquierda, según se entra, desde donde se podía ver perfectamente el amanecer. 


El pequeño sol rojo, poco a poco crecía entre los minaretes del Taj Majal. Todavía pululaba poca gente. Entre ellos, me fijé en una joven pareja de indios. La chica era tan guapa que el novio no dejaba de hacerle fotos, incluso a un palmo de la cara. Le dí la vuelta al monumento y disfruté de las vistas que daban al río Yamuna y al Fort entre la bruma matutina. Una única barca surcaba sus aguas. Hipnotizado y aturdido ante tanta belleza y perfección, entré el mausoleo, que, como si fuera un templo, había que descalzarse. A la entrada, ofrecían gratuitamente unos peucos desechables, para quien no se quisiera ensuciar sus finos pies. Yo no los cogí. Quería sentir bajo mis pies aquellas baldosas de mármol centenarias. En mi opinión, como todas las edificaciones del mismo estilo, por dentro no llamaba tanto la atención. No era por quitarle valor a la construcción con sus materiales de primer nivel, incluso con piedras preciosas, pero atestado de gente le quitaba bastante encanto al lugar. No me acuerdo en qué momento entre la multitud pude distinguir (otra vez) a las chicas camino de la salida. Podría parecer que las buscara con la mirada y mi afilada vista de águila las encontrara, pero una de ellas llevaba los mismos pantalones rojos del día anterior como, así también, la misma camiseta. Supuse que su tren saldría pronto (o no) ¿?. De todas maneras, mi olvido les sirvió para evitar mi compañía.


Hacía ya tres horas desde que había traspasado sus puertas. Tres horas disfrutando de las vistas, de lejos, de cerca, sentado en un banco, paseando por los jardines cercanos. Ya empezaba a tener hambre, cuando vi un cartel que decía Taj Museum. En el estómago todavía llevaba unos dulces que me había comprado el día anterior. Abrían a las 9 y faltaban unos minutos. Junto al museo, en una parte acordonada había una exposición de fotografías de monumentos de la India, que eché un vistazo para hacer tiempo. Los textos que las acompañaban estaban en hindi. Al lado estaban los baños, 5 rupias por entrar. ¿No es algo ridículo después de haber pagado 1000 rupias, unas 15 rupias (un extranjero)? Entré con toda la cara diciendo que no tenía cash. (metálico) y me dejaron pasar. Volví al museo oficial, el cual ya estaba abierto, donde se podían ver dibujos antiguos del Taj Mahal, piedras preciosas utilizadas en su construcción, diversos escritos y retratos en miniatura. Interesante. Con mi curiosidad saciada, me encaminé hacia la salida, donde ya se congregaba mucha más gente y dejé atrás el Taj Mahal. Ya fuera, descubrí que había tres puertas: Este, Oeste y Sur. Había entrado por la del Este. Al alejarme, me topé con un señor avispado que se ofreció a ser mi guía. Un poco tarde.



viernes, 20 de noviembre de 2020

Viaje a la India (Capítulo 41)

 Explorando Agra

Cerca del Fuerte se hallaba una mezquita importante, Jama Masjid. Me pareció más interesante el exterior que el interior arquitectónicamente hablando. Junto a la puerta se apostaba una anciana pidiendo y me indicó que necesitaba unos pantalones largos para entrar. Me dejó su pañuelo que me lo puse a modo de falda. Los zapatos los dejé allí. Por unas alfombrillas mojadas se sucedían los devotos musulmanes, no caminar por ellas significaba quemarte los pies. No había mucho que ver y me fui pronto. Continué mi camino siguiendo el cauce del río. Tenía hambre y era la hora de comer. Necesitaba un sitio con aire acondicionado. Durante el paseo decidí que después de llenar el estómago, el siguiente lugar a visitar sería un templete, llamado popularmente, baby Taj. Pero, antes, dí con un hotel que supuse que tendrían aire acondicionado, ignorando si sería muy caro. Los precios de las diferentes comidas eran aceptables. La decoración del restaurante llamaba la atención: sus paredes estaban cubiertas con carteles de películas indias. Lo que pedí estaba buenísimo. Tras terminar, me encaminé hacia el baby Taj que, gracias a la tecnología, no me costó mucho encontrarlo, al otro lado del río. Lo crucé por un puente. Las aguas del río Yamuna se bañaban unas cuantas vacas que proliferaban por los alrededores. Eran visiblemente más grandes y desde el puente parecían hipopótamos.


Llegué al pequeño mausoleo, rodeado por cuatro puertas de piedra roja y unos jardines. La entrada costaba 200 rupias. Se accedía a través de un camino. Su arquitectura exterior me maravilló. Para entrar había que descalzarse como en cualquier lugar sagrado. También se daba la opción de comprar unos peucos de plástico desechables a quien prefiriera no dejar sus pies al descubierto. Por dentro había perdido parte de su encanto, ya que algunas paredes parecían estucadas y había desaparecido su color original. Al salir, el hombre que vigilaba el calzado, me pidió 10 rupias, aunque no había cogido los peucos y ya había pagado la entrada. Eso mismo le expliqué y me dejó estar. De haberlo sabido habría llevado las zapatillas en la mano.






La siguiente parada fue la visita al Mehetab Bach, un parque frente al Taj Majl, al que para acceder a él el precio eran 200 rupias. Su atractivo eran las vistas que se podían disfrutar del Taj Mahal. Antes de visitarlo, un niño intentó venderme un pequeño Taj Majl dentro de una bola que cuando lo sacudías, nevaba. Le dije que no me gustaba, eran unas exiguas 10 rupias. Se las pagué, pero le dije que se lo quedara. Aunque el río separaba el parque de aquella maravilla universal, parecía que no hubiera distancia y que estuviera más cerca de lo que en realidad estaba. Ese edificio es capaz de ese tipo de hechizo. Hasta de cualquiera, diría yo. Descubrí que a ambos lados del Taj Mahal había dos mausoleos de piedra roja. Resultaba difícil apartar la vista de aquel monumento de ensueño. 



Después de un rato, me pareció distinguir a cierta distancia dentro del parque a una chica pelirroja y a su amiga (morena). Eran las mismas con las que había coincidido en el hostel de Pushkar. No sé si me habían visto. Me acerqué al monumento para hacer más fotos y sólo quedaba irme, pues ya oscurecía y no tardarían en cerrar los jardines. La verdad es que dudé si pasar a su lado y saludar, algo me decía que me habían reconocido y que habían disimulado. No había tanta gente. Fui hacia ellas y les pregunté: “¿quién sigue a quién?” Y entablamos una conversación hasta que fuimos interrumpidos por un niño, mejor decir por su madre y la familia. Le quisieron poner el niño en brazos de la pelirroja para hacerle una foto, en cuanto estuvo con Marta (creo que se llamaba) empezó a llorar. También se acercó un guardia de seguridad, diciéndole a una de las chicas que no se podía fumar. En realidad, tenía un paquete de tabaco de liar en la mano o en el césped. La amenazó con una multa de 5000 rupias, lo que nos pareció un “farol”. El guardia aquél se puso un poco tosco, pero al final se calmó. Finalmente me fui con las chicas comentando nuestras anécdotas por la India. Como se hospedaban en un sitio muy cerca de donde estaba aprovechamos para compartir un tuk. Distaba unos 12 kilómetros. Al llegar, cerca del hostel, tomamos algo y nos fuimos temprano a dormir, pues al día siguiente tocaba madrugar para ir a l Taj Mahal disfrutar del amanecer y evitar las colas. De las chicas me llamó la atención que sólo quisieran visitar de Agra el Taj Majal, porque iban justas de presupuesto (y el parque donde coincidimos, claro). Tendrían unos 30 años (calculé) y al comentarles a que me dedicaba se mostraron muy interesadas en ir a verme. Incluso lo prometieron. Ya estaba acostumbrado a esa absurdas declaraciones que sólo sirven para quedar bien (o no tan bien según se mire).








jueves, 12 de noviembre de 2020

Viaje a la India (Episodio 40)

 Visita al Fort de Agra


Mientras esperaba, vi a un hombre medio tirado en un banco de baldosas pegado a la pared con los ojos salidos de sus órbitas con aspecto cadavérico con una pierna vendada llena de moscas, seguramente gangrenada. Seguía vivo porque su pecho subía y bajaba visiblemente, no había más movimientos corporales. Se me ocurrió abanicarle con mi sombrero para aliviarle de alguna manera. Avisé a los pocos funcionarios que se encontraban detrás de las ventanillas. Por gestos les indicaba que llamaran a una ambulancia, señalando a aquel hombre. Entendí que ya lo habían hecho. Unos jóvenes se acercaron para cerciorarse que todavía estaba vivo, pero no hicieron nada más. Le di un poco de agua que tragaba con la boca medio abierta. Era mi turno y compré los billetes, de los tres que había pensado comprar, me quedó el último, que como tak-tal lo tenía que comprar un día antes. Mientras compraba el billete vi que los mismos hombres de antes sacaban al moribundo fuera del edificio, un minuto después llegó una camioneta blanca, supuse que era una ambulancia. Aparcó unos metros por delante del hombre, pero no pasó nada. Y allí siguió. Cuando acabé de comprar el billete, busqué a un guardia para que viera al hombre. Dí con uno al que le dije: “Hay un hombre que se está muriendo”. En vez de venir o hacerme caso, llamó a un joven que salía de una cafetería cercana y le repetí lo que había dicho al policía. Éste, al verme, me dijo que era un borracho que la noche anterior se había dormido allí. ¿de verdad le parece que está borracho? Le respondí. Creer para ver. Me dijo que llamaría, pero no sé si en realidad lo hizo. Todo el mundo se mostró indiferente ante aquel hombre. Me preguntaba que tanto templo, tanta religión, espiritualidad y al final... ¿qué hacía la gente frente a la agonía de aquel hombre? ¿Se daría a menudo?

El del tuk me enseñó un vídeo que tenía en su móvil: se trataba una joven pareja española que le recomendaban. Le pregunté cuanto costaría ir al hostel. 200 rupias. Me había propuesto estar todo el día juntos, sin embargo, ¿cómo olvidarme de lo que me ocurrió en Delhi el primer día? Podría caer una vez, pero dos no. Insistió. Me preguntó lo que me había costado en otras ciudades. Acepté que me llevara, pero no el día entero.

Cuando llegué, los chicos del albergue estaban limpiando la entrada. A pesar de que la hora de registrarme era más tarde, me lo hicieron al momento, por lo que pude dejar las cosas, ducharme y comer algo en el restaurante que tenían en el sótano. Para un simple sandwich y un café con leche tuve que esperar 20 minutos cuando no había más gente. Les pregunté por la demora. No supo responder. Me tendría que haber ido antes, pensé. El chico se disculpó, prometiéndome que no se volvería a repetir. Y así fue, porque no volví.

Subí a recepción y le pregunté al chico del hostel muy amable qué podría ir a ver, aparte del Taj Mahal, ya que, casualmente era lunes y el primer día de la semana está cerrado. Además, lo mejor era ir temprano al día siguiente para ver el amanecer y tampoco habría tanta gente, según me dijo.

Podía visitar el Fuerte, que estaba justo al lado de la estación de trenes. Algunos tuks ya estaban esperando a la salida. Me había dado cuenta de que en las ciudades más grandes, hay que llevar más cuidado con ellos. Me decidí por uno, acordando un precio razonable, advirtiéndole: nada de tiendas. Cumplió su palabra, pero a las puertas de la fortaleza, me sacó un mapa diciéndome los interesantes lugares que podía ver. Él me acompañaría. Evidentemente le dije que no.

Frente al imponente bastión de piedra rojiza, compré una botella de agua. El precio habitual era de 20 rupias, pero, no sé por qué razón, la vendía a 30 rupias. Me explicó que era el hielo o que estaba fría ¿?. Me intentó vender un recuerdo del Taj Majal. Una pequeña bola con el monumento dentro en miniatura que al agitarla simulaba una nevada. Aquel horror costaba 300 rupias. Se puso algo pesado. Le pregunté si en Agra nevaba alguna vez. Él respondía aclarándome lo que costaba y yo le seguía preguntando... Una conversación de besugos, de la que pronto pude escapar.

Visité el Fort con su soberbia muralla rojiza que la defendía. Sus dos pabellones estaban llenos de pasadizos, mezquitas, patios con columnas y arcos musulmanes. Una parte de la fortaleza daba al río y tras una de sus ventanas. ¡Sorpresa! El Taj Majal, como surgido de un sueño, a lo lejos, pero a la vez, tan cerca. Hice varias fotos, pero no me había traído el objetivo de larga distancia. Había pocos occidentales, la mayoría eran indios y muy jóvenes.

Pillé a dos adolescentes cómo grababan sus nombres en una columna. “¡Si estuvieran en España y les pillan!” Pensé. Les pregunté qué estaban haciendo y dejaron lo que estaban haciendo. Seguí paseando por el simétrico y tranquilo lugar. Una parte del castillo permanecía cerrada. Sólo tenía una entrada, a pesar de lo gigantesco que era. Costaba 500 rupias y 50 de impuestos, ¿? Pregunté a qué se debía, pero no me dieron respuesta.






jueves, 5 de noviembre de 2020

Viaje a la India (Capítulo 39)

 

Partida de Sawai Modhapuhr y llegada a Agra

Al llegar al hostel, el jefe del albergué me invitó muy amable a que me sentara en su despacho y me preguntó que cómo había ido. Faltaba por pagar la cena del día anterior y el desayuno. En total 270 rupias. Le dije que había hablado con su jefe proponiéndome devolverme 200 por las molestias. No lo entendía o lo que era más probable no lo quería comprender. Se lo dejé más claro cuando me pasó la cuenta, restándole 200 rupias, y le pagué las 70 que faltaban. Estuvo de acuerdo. Para mí era algo simbólico, no tanto por el dinero, porque no llegaba a los 3 €, pero cuando uno comete un error se tiene que hacer responsable. Suelo trabajar de cara al público y alguna vez me he equivocado, (somos humanos), lo he asumido compensándolo de alguna manera. En ningún momento, se disculpó ni intentó explicarse. La experiencia me sirvió para ponerme en mi sitio, ser asertivo, incluso en un idioma que no era el mío. Al poco, el señor se fue al mercado, y me pidió que sacara mis cosas del despacho y esperé en el vestíbulo de entrada. De todas maneras, por la mañana el otro compinche del hostal me pidió que hiciera el check out sin un mínimo de consideración, lo que acepté, dejando mi equipaje en el despacho con cierta tensión. Quizá necesitaban la habitación, pero no había visto a nadie más.


Les dije que me avisaran un tuk, que se hizo esperar. Tanto que no apareció y emprendí el camino hacia la estación. Aunque tenía cierta idea por dónde ir, pregunté y seguí una carretera poco iluminada. Ya había anochecido. Cerca de la estación, un tuk se ofreció a llevarme. A buenas horas, pensé... Al llegar, la oficina de reservas ya había cerrado y sólo quedaba cenar y esperar nuevamente. Me dí cuenta de que el cojín de viaje que llevaba y que se podía hacer más pequeño me lo había dejado olvidado en aquella casa. Lo había sacado para tumbarme un rato en el sofá mientras esperaba. Hizo su cometido. Quizá fueron las 200 rupias que no le pagué al hombre. Sea como fuera, mi viaje ya estaba terminando. Tampoco está mal desprenderse de cosas. Por cierto, la almohada de la habitación era un ladrillo en toda regla, y no lo digo por lo pequeño. Ah, y el baño curiosamente no tenía espejo y el papel... Suerte que que me acompañaba uno.

En la estación de Sawai, esperé el tren que me llevaría a mi siguiente destino; a Agra. Llegó prácticamente dos horas tarde, aunque por el camino recuperó una hora. Misterios ferroviarios. El tren era del tipo passenger, que no distinguía entre primera ni segunda clase, por eso (caí en la cuenta) me había costado tan barato. El revisor me ayudó a encontrar mi litera que estaba ocupada y me dormí como un tronco. Desperté temprano sobre las 6 de la mañana. Todo el vagón ya estaba con los ojos abiertos. Llegamos una hora después.


Desayuné en la misma estación de Agra e hice tiempo para ir a la reservacion office, la cual abría una hora más tarde. Como estaba fuera del edificio, me asaltó un tuk de cierta edad al que le conté mis planes. No se dio por vencido y me acompañó a la oficina. Había decidido esperarme pacientemente. Quería comprar los billetes desde Agra y Kajuraho y desde allí arribar a Benarés y de esta última ciudad a Delhi.

El tuk me dijo que la primera combinación no era posible. Por suerte, se equivocó. El problema era que sólo había billetes tak-tal, es decir, que sólo se podían adquirir el mismo día. ¿Por qué? Ni idea.



viernes, 30 de octubre de 2020

Viaje a la India (Capítulo 38)

 

Visita al parque nacional de Ranthambore

Ya por la tarde y esta vez a la hora acordada, el hombre del hostel me llevó con su moto adonde el jeep tenía una parada. La camioneta de aspecto militar, no tardó en llegar con dos mujeres indias vestidas a la manera tradicional con tres churumbeles. Uno de los niños no dejó de dar la monserga hasta que se durmió.

Al conductor del jeep le pregunté si sabía algo de lo que me había sucedido y si vendría su jefe. Lo ignoraba todo, alegando que los de la mañana son diferentes a los de la tarde. No perdería más tiempo con aquello, pues ya había decidido como solucionarlo. Emprendimos el viaje, durante el cual, realizó tres paradas más en otros tantos hoteles, a cual más selecto y con más estrellas. En uno de ellos recogió a un grupo de neozelandeses. Al final, el armatoste aquél se había llenado. Uno de los hombres del grupo se sentó a mi lado con ganas de hablar. Me contó que eran dos familias y unos amigos.

Entramos en el parque con una carretera asfaltada que después continuó adoquinada y al llegar a un puesto situado a la derecha, torcimos por un camino de tierra. Desde entonces los senderos no estaban asfaltados. Después de un rato, paramos. sin motivo ¿Nos habríamos perdido? Bromeé. El jeep aceleró como no lo había visto antes. Llegamos a una explanada donde había una charca a cierta profundidad cercada por dos jeeps más a los que llamaban gypsis. Cada uno iba con sus fotógrafos, auténticos paprazzis con objetivos profesionales.

Y en el charco, enseñando medio cuerpo allí estaba. Un tigre. Ráfaga de fotografías y el felino inmutable. Como si no hubiera nadie. Ni siquiera le llamaban la atención un par de de pavos reales que merodeaban cerca. Estuvimos varios minutos hipnotizados viendo aquel magnífico ejemplar inmóvil. Empezó a mover la cabeza y a beber agua y poco más. Salió de la charca majestuosamente subiendo por un pequeño terraplén y se tumbó sin hacer grandes movimientos durante un rato.



Hasta que nos fuimos, los otros dos jeeps se quedaron. Paramos junto a una caseta que parecía abandonada junto a un pozo bastante grande, del cual sacaron cubos de agua. Dieron la opción de darnos agua, pero, en mi caso, aunque me quedaba poca agua en la botella y estaba bastante caliente y, a pesar del soporífero ambiente, no me atreví a rellenarla. Regresamos adonde habíamos visto al tigre. Todavía estaban los jeeps donde los habíamos dejado, como si no hubiera pasado el tiempo. Antes de irnos, el animal había vuelto a la charca y allí seguía. Al amigo neozelandés le comenté que podía ser una escena donde 3 días después seguían igual y que había que encontrar las siete diferencias. Lo que daba un poco de acción y aventura eran tres pavos reales que rondaban la charca y al tigre, el cual continuaba a lo suyo, estático y meditando. Parecía que por momentos se dormía (si no lo estaba).              

Finalmente, el animal se alejó lentamente sabiendo una colina llena de pequeños árboles de ramas secas (como la mayoría del Parque). Por cierto, el paraje había empezado a ser verde y frondoso, pero a medida que nos adentramos en la espesura se convirtió en un lugar árido, donde la sequía era evidente, un cauce seco con grandes piedras me lo acabó de confirmar. 


Mientras el tigre se alejaba, los jeeps, también el mío, rodearon la colina para seguirle y esperarle para continuar viéndolo. No apareció, vinieron más jeeps que, al no verle, se dieron la vuelta y se fueron. Era hora de marchar. Añadiré que había más animales: monos y muchos antílopes, unos enormes y otros con sus familias, que no huían de los humanos. 




Y así, satisfecho y feliz, regresé y el jeep volvió a dejar a la gente donde la había recogido haciendo la ruta por los diferentes hoteles de lujo. Yo bajé el último en el punto de encuentro. El señor del hostel no estaba y me volví caminando tranquilamente. El jeep se quedó allí y un hombre que estaba cerca me preguntó si había visto tigres. Le dije que uno. A lo que contestó ...tip tip... indicando al chófer (propina, propina). ¿Qué hubiera pasado si no hubiera visto ninguno?...